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domingo 24, noviembre 2024

Humo de palabras

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Hace unos días ha fallecido en Madrid Isabel Fernández-Corugedo Villa, conocida en su pueblo natal de Riberas (Soto del Barco) como la Nena de Casa Corugedo. Rayando el siglo de existencia y después de unos últimos años de enfermedad en los que, contra pronóstico, se aferraba con fuerza al escaso aliento que aún le quedaba, ha dicho adiós definitivamente una mujer excepcional cuya conversación algunos hemos tenido el privilegio de, momentáneamente, disfrutar.
La historia de la Nena es una de tantas peripecias –y a la vez única- que la Asturias del pasado siglo contempló, en una era de profundos desgarros y enormes transformaciones. Era hija de Emilio Fernández-Corugedo, personaje singular que aunó facetas dispares, en una biografía rica en experiencias: industrial fugaz, periodista y dramaturgo, ocasional Alcalde melquiadista de Soto del Barco y escritor en lengua asturiana, su espíritu liberal a la vez que algo escéptico y socarrón lo transmitió en buena medida a la Nena, cuyo carácter se moldeó con esos mimbres y el cincel de una vida azarosa. Como tantos, asistió al horror de la guerra civil, cuyos episodios militares fueron especialmente intensos en Asturias, también en el bajo Nalón, lo que atestiguan las casamatas y trincheras del entorno que, curiosidades del destino, sirvieron –muchos años después- como lugar de juegos estivales a generaciones como la mía. Fue testigo de los odios envenenados que aquellos acontecimientos propagaron, de las revanchas y la represión que vinieron de la mano del conflicto. Y, en época de cartillas de racionamiento y fielatos, tuvo la feliz oportunidad de conocer otra realidad bien diferente, merced a su matrimonio con Carlos Osorio, emigrante de fortuna en Estados Unidos. Dejó las caleyas de la aldea y la casona familiar de Riberas para unirse a la aventura neoyorquina, en un tiempo donde la penuria de la España de postguerra contrastaba formidablemente con la pujanza La Nena era, sobre todo, una fuente de vivencias, que conoció de primera mano, pero que, a los que hemos nacido en tiempos menos heroicos y un tanto artificiales, nos parecían productos literarios del realismo mágico.
norteamericana. De una Riberas entonces escondida, casi sin servicios y en economía de subsistencia (antes de la eclosión industrial de la comarca de Avilés) a la capital del mundo, con la posibilidad de conocer realidades y gentes distintas, de asistir desde la barandilla al veloz giro del mundo y de entablar amistad con personalidades, como el Nobel Severo Ochoa, a las que la fortuna –y la feroz historia de España- llevaron en aquellos tiempos hasta el barrio de Forest Hills, en Queens. Regresó a Asturias siempre que pudo, sobre todo en el otoño de su vida ya en periodos más prolongados, manteniendo permanente contacto con los suyos y sosteniendo en pie, fiel a la raíz, la casa familiar que construyó su abuelo indiano. En muchas cosas no tuvo suerte, ya que enviudó pronto y trágicamente, y perdió a una de sus tres hijas fallecida hace trece años; pero mantuvo un ímpetu vital reconocido y un excelente buen humor, convirtiéndose en referencia casi matriarcal para muchos.
La Nena era, sobre todo, una fuente de vivencias, que conoció de primera mano, pero que, a los que hemos nacido en tiempos menos heroicos y un tanto artificiales, nos parecían productos literarios del realismo mágico, provenientes de edades remotas. Con ella, y con toda una generación que ahora se está despidiendo, se pierde la tradición oral, una forma de comunicación humana y transmisión cultural que no encuentra reemplazo en las pautas de relación de nuestros días. Se nos escapan de las manos, casi sin darnos cuenta, todos los recuerdos de nuestros mayores, sin que hayamos tenido suficiente lucidez para advertir su importancia, sin que hayamos recogido sus palabras más que en ocasionales recuerdos, y sin que hayamos aprendido cómo se atesora, conserva y elabora el relato vital.
El dicho saharaui reza “todos los ancianos que se mueren son como una biblioteca que desaparece”. El vértigo se acrecienta cuando esa biblioteca que arde es, de entre todas, la que uno siente como propia.

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