Es menester abrir paréntesis. Estábamos contando en las entregas anteriores un largo periplo que nos llevó, ida y vuelta, por La Felguera de Langreo, Segovia y Alicante a Leeds, en el Reino Unido. En Segovia, gracias al Foro Social, se interesaron por la figura de Aquilino Moral y allí hemos vuelto en estos días, con su biografía. Pero, claro, con ánimo de lucro, aprovechamos para estar en la Vigilia de San Frutos, pacífico y milagroso eremita, amigo de los pájaros.
Ahora todo el mundo viaja en tren, gracias a los abonos del Gobierno; quienes ya lo hacíamos encontramos dificultades para conseguir asiento, los que no tienen el hábito encuentran a veces dificultades de uso. Antes del embarque, en la cafetería habitual, una señora felicita a otra por su embarazo, comentan esa tarea tan difícil de asignar un nombre al proyecto, presionados por familiares, usos y costumbres. La aspirante a mamá es madura (“añosa”, dicen en Sanidad); las parejas se lo piensan antes de dar el paso, aunque la propaganda los anime.
Sea o no artístico su estado, le deseo de pensamiento que le vaya bien. En la estación otra madre llega, muy justa de tiempo, casi arrastrando a la niña. Se ve la falta de práctica. Pasa el control de seguridad, se ubica detrás de nosotros, cuando llega el tren da un respingo:
– “¿Cómo Oviedo-Alicante, pero ¿no va a Madrid?”
– “Sí, señora, va a Madrid”.
Ve que otras pasajeras también tienen billete para Chamartín. Respira. Agarra niña y equipaje, se prepara para subir a bordo, pero tiene que dejar su queja, sino no queda a gusto:
– “¡Pues no entiendo yo por qué para Madrid tiene que pasar por Alicante!”
Segovia, 24 de octubre, víspera de San Frutos. La Plaza Mayor llena de una ciudadanía que espera, un año más, poder asistir al Milagro. Frutos, impasible en piedra a la derecha de la Catedral, concentrado en su libro. Por los bares rueda el vino Ribera, dulzaineros voluntarios amenizan los saludos calurosos entre amistades. A la diez de la noche en punto, Fernando ejerce de líder de Nuevo Mester de Juglaría, empieza el concierto; todos sabemos el repertorio, que para eso llevan más de cincuenta años en el oficio. Se bailan jotas “Es la chica segoviana…” o se corean las canciones sociales, “Si cuatro pillos supieran lo que cuesta trabajar…”.
A las doce, hemos recogido la escudilla de sopas que la Asociación de Cocineros ha preparado para más de 1.500 personas, -a cambio de la modesta aportación de 1 € para la asociación de ayuda al autismo-, y ya estamos todos mirando a la fachada de la catedral. El santo pajarero hace como que nada, pero a los cinco minutos se oye un clamor y un aplauso cálido, largo, sentido: ¡Se ha producido el milagro! La música, el calor humano, las sopas y el vino han ayudado a que sucediera, ¡Frutos ha pasado la página del libro! Alguna no ha estado atenta: “Pues yo no lo he visto…” Mala suerte, o falta de fe.
Al día siguiente es fiesta local, algunos cientos de fieles van a la paramera donde estaba la antigua ermita a la que se retiró con sus hermanos Engracia y Valentín, en el siglo VIII. Después edificaron sobre ella un monasterio que dependía de Silos. Aún hoy, ruinoso, aparece como un barco sobre las hoces del Río Duratón, en un paraje natural altamente recomendable para recorrer con calma.
En la cripta, los creyentes hacen cola, quieren pasar por un reducto muy estrecho que hay bajo el altar. Unas señoras, afuera, me ayudan a entenderlo; una pregunta a la otra, “¿Vas a pasar por la piedra?” “¿Para qué sirve eso?”, pregunto. “Para curar las hernias”. Le hago la reflexión de que doblarse de manera tal para pasar bajo el ara trae el riesgo de quedar doblado y no poder salir; la otra pone razón: “Pero si no tienes hernias no sirve para nada”. Dejamos al clero con su negocio, -misa de campaña con cinco curas-, y nos vamos a lo positivo: lechazo en Casa Ismael, Sepúlveda.
El regreso, -después de la charla con los del Foro y de plantear otros proyectos-, de nuevo en tren. Viaje apacible y puntual. Casi no hay plazas libres. Dos mujeres jóvenes aprovechan para ir preparando las reuniones siguientes, ordenador y teléfono en mano, oficina trashumante. A la altura de Lena la megafonía anuncia, simplemente, La Pola, alguien interrumpe a las trabajadoras. “¿Dónde estamos?” “No sé…en Paola, o algo así”.
Fotos: Teobaldo Antuña