Se dice, con justeza, que uno de los problemas de nuestro tiempo, acentuado por la tiranía de la inmediatez y por las nuevas formas de comunicarse y relacionarse colectivamente, es el predominio de las reacciones emocionales en el comportamiento político, y, como efecto inmediato, el éxito de los discursos que apelan a la víscera, sin considerar los efectos perniciosos y disgregadores que vienen, a veces, del sentimiento más que de la razón.
Cuando a la respuesta basada en el estado de ánimo y no en el escrutinio de las cosas, se le une el elemento identitario y el énfasis en los rasgos que conforman -o que se pretende que lo hagan- una comunidad frente a otra, la combinación puede ser doblemente peligrosa, porque abre paso con rapidez a dinámicas de confrontación y exaltación de la pureza (nacional, étnica, racial, cultural, religiosa, idelógica, etc.) que son el germen de la exclusión, la división y, en el peor de los casos, la violencia y el comportamiento meramente tribal.
En el caso de España, varios ingredientes nos aproximan a un escenario donde el entendimiento, fruto de la aproximación racional de posturas, parece cada vez más difícil, en una pugna donde prevalecen las posturas irreductibles: el predominio casi absoluto del debate territorial (a despecho de los graves problemas sociales y económicos), acompañado de las tensiones entre formas muy distintas de entender la organización del Estado; las reivindicaciones nacionalistas y la probada falta de lealtad con el conjunto, e incluso de respeto a las reglas del juego, de una parte de este sector (como hemos visto en la crisis catalana); la falta de la más básica inspiración y audacia (no digo ya «genio político») de los principales líderes, para urdir acuerdos que permitan soluciones compartidas y duraderas; la fuerte erosión de la convivencia, por filtración en todas las capas sociales de discursos que no tienen reparos en excitar los jugos gástricos del personal; y, como efecto inesperado, pero que comienza a ser preocupante, dada nuestra historia, la reaparición en la escena social (con cierta proyección política en los discursos del PP y de Ciudadanos) de un nacionalismo español de corte centralista y con algunos gestos autoritarios (porque el que tuvo, retuvo).
Pensar que se puede llevar cualquier proyecto político a puerto y sostener las riendas de un gobierno sin la emoción sincera, no lleva más que a la atonía, a la frialdad exquisita y, en última instancia, a la pérdida de conexión con aquellos a quienes se representa
Otra de las consecuencias de esta epidemia es, curiosamente, una pretensión contraria, seguramente vana pero también inquietante, que pasa, supuestamente como antídoto, por construir modelos de relación, entre el poder territorial y la comunidad sobre la que se ejerce ese mandato, desprovistos de toda conexión emocional. Cierta reacción pendular al exceso de animosidad de esta época parece defender que se puede gobernar una Comunidad Autónoma (o el propio país) sin sentir una especial cercanía y afecto por cultura, paisaje y paisanaje propios, como si desempeñar una responsabilidad pública de alto nivel fuese algo parecido a ejercer de Consejero Delegado de una multinacional, fichado por un cazatalentos. Sin embargo, sin emoción no hay transmisión de convicciones ni liderazgo posible, y, sin tales aptitudes, gobernar no será más que gestionar frustraciones y números en tiempos de escasez, sin proyectos de progreso moral ni invocaciones de futuro, que toda comunidad política necesita para tener constantes vitales.
Claro que los elementos identitarios y el sentimiento de pertenencia a un pueblo, que es sujeto político (recordemos que nuestro Estatuto de Autonomía, por ejemplo, da carta de naturaleza como tal al pueblo asturiano), son imprescindibles para no diluirse en un entorno globalizado, donde la igualación no viene tanto por las rentas y las oportunidades, sino por los muebles de IKEA, el estilo de las Kardashian y los McDonald’s (valga la hipérbole, pero se entiende). Y naturalmente que sentir apego por el territorio, por las personas con las que se comparten esfuerzos en la comunidad y por las luchas comunes (las actuales y las del pasado) del lugar del que eres parte, es necesario para poner lo mejor de uno mismo en el ejercicio de la representación pública y la función ejecutiva. Evidentemente, nada tiene que ver esto con construir identidades excluyentes, ni con fabricar soberanías de ocasión que conduzcan a confrontaciones irresolubles, ni con cerrar puertas y ventanas a las corrientes que vienen del mundo, con el que interactuamos de la mañana a la noche. Pero pensar que se puede llevar cualquier proyecto político a puerto y sostener las riendas de un gobierno sin la emoción sincera que provoca el progreso colectivo, la historia común y la solidaridad de quien se siente parte de un pueblo, no lleva más que a la atonía, a la frialdad exquisita y, en última instancia, a la pérdida de conexión con aquellos a quienes se representa. Las necesarias apelaciones a la razón y al rigor para corregir la deriva de este tiempo no nos deben, en suma, desproveer del compromiso afectivo y del apego íntimo por nuestro lugar en el mundo, en el que nos ha tocado pelear.