Símbolo del mundo que nos ha tocado vivir es la conocida fotografía del cuerpo inanimado de Aylan Kurdi en las playas turcas de Bodrum, pero también las imágenes menos difundidas, o la falta de éstas, de los centenares de niños que han perdido la vida en el intento desesperado de sus familias de cruzar el Mediterráneo en cualquier embarcación para escapar de la guerra o de la pobreza.
Representación de la volubilidad de nuestra compasión es el rápido paso de las manifestaciones de acogida y las fronteras momentáneamente abiertas al recelo generalizado de la opinión pública del Continente, con la Canciller Merkel en el purgatorio político por sus gestos humanitarios y las concentraciones ultranacionalistas proliferando en media Europa, pidiendo que no se acoja a quien huye de la encarnizada lucha que se vive en Siria y parte de Iraq.
Emblema de esta etapa son los zapatos llenos de barro, algunos abandonados por inservibles o perdidos en el tumulto, de los que recorren los caminos desde Eritrea o Afganistán para acabar en la Jungla de Calais esperando la oportunidad de reencontrarse con algunos familiares o amigos que les esperan en Londres o Manchester para buscar una pequeña posibilidad de tener un futuro. Imagen plástica y reveladora de lo que sucede es el grafiti de Banksy con la Cosette de Los Miserables llorando por el efecto del gas lacrimógeno, como denuncia del uso de la fuerza frente a los refugiados hacinados en Calais, para vergüenza de las autoridades francesas y británicas.
El futuro de los valores humanitarios que decimos defender en la Unión, se juega sobre todo en el trato y la respuesta ante esta realidad, la de la inmigración y el refugio.
Divisa de lo que acontece es la fotografía de José Palazón (premio «Ortega y Gasset» de periodismo gráfico 2015) de los inmigrantes subidos a la valla de Melilla -doce personas encaramadas en lo alto- sin posibilidad de pasar a territorio español, mientras a unos metros reluce el cuidado campo de golf en el que plácidamente juegan dos personas. Indiferencia que es de la misma pasta que la captada en la divulgada fotografía de Javier Bauluz, el 2 de septiembre de 2000, del cuerpo de un inmigrante ahogado, en la playa de los Alemanes (Tarifa), ante la impasibilidad de una pareja que disfruta de su día de playa. Más de quince años han pasado y la insensibilidad sigue dominando la respuesta mayoritaria; y cuando algo más tangible parece ponerse en riesgo y el temor se hace presente, la respuesta es aún peor (véase el éxito del populismo xenófobo en un buen número de países).
Signo de estos tiempos es el pequeño avión de juguete, y el sueño de desplazamiento rápido y seguro que comporta, posiblemente perdido por uno de los niños refugiados en los campamentos de ocasión en su periplo hacia a Europa Central, encontrado por un Eurodiputado valiente, el asturiano Jonás Fernández, que, lejos de la indolencia de los dirigentes europeos quiso comprobar de primera mano la magnitud de la crisis humanitaria. También el abrazo acogedor de la socorrista Anabel Montes Mier, de San Esteban de las Cruces, a un niño al que la organización Proactiva Open Arms ha rescatado para llevarle a tierra firme y evitar, al menos por esta vez, que se repita la historia de Aylan. O la ayuda de la activista ovetense Belén Suárez Prieto a los refugiados en la isla de Lesbos, uno de los escenarios de esta prolongada crisis. Pese a todo, queda espacio para la esperanza y algunas personas se encargan de recordárnoslo.
El futuro del estándar moral europeo, de los valores humanitarios que decimos defender en la Unión, se juega sobre todo en el trato y la respuesta ante esta realidad, la de la inmigración y el refugio, de distinta naturaleza pero con un denominador común: la necesidad imperiosa o la obligación ineludible de desplazarse para sobrevivir.