Uno de los grandes éxitos políticos -y culturales, si me apuran- de la derecha española, es haber convencido a una parte importante de la población española, incluidas personas que viven de modestas rentas del trabajo, de la existencia de una presión fiscal insoportable de la que hay que liberarse como sea.
De poco sirve contrastar, con los datos en la mano (Eurostat, año 2017), que la presión fiscal (relación entre los ingresos tributarios totales, incluidas cotizaciones a la Seguridad Social, y su renta nacional) en España es la 10ª más baja de la Unión Europea (UE): 34,1%, siendo la media comunitaria el 40,2%. O que el gasto público también es inferior: 41% del Producto Interior Bruto (PIB), sobre el 45,8% de media en la UE. Y, viendo quien agita continuamente el espantajo del Estado depredador, y qué intereses defiende, tampoco parece servir de mucho constatar que la imposición sobre los beneficios de las empresas (en nuestro caso el Impuesto de Sociedades) representa sólo el 2,3% del PIB (datos de 2006), en comparación, por ejemplo, con el 6,4% del Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA), que es el principal impuesto indirecto y cuyo tipo impositivo no entiende de rentas de los consumidores finales. O que, como estima Oxfam Internacional en su análisis de la elusión fiscal internacional y la incidencia de los paraísos fiscales, cada año las arcas públicas pierdan 42.800 millones de euros por las estrategias (muchas veces perfectamente legales) de planificación fiscal de las grandes empresas y las principales fortunas. Todo ello es inútil, porque la línea de pensamiento dominante y los amplificadores de su eco han conseguido asentar, como lugar común irrefutable, que el problema es, ante todo, el exceso de cargas tributarias.
Curiosamente, no siempre la derecha es la que baja impuestos, antes al contrario. Ya lo vimos con las fuertes subidas del IVA y el IRPF con las que se estrenó el Gobierno del PP en 2012, contra todas sus promesas electorales. A su vez, a algunos sectores de la izquierda la noche ideológica les confunde y abonan imprudentemente este terreno para la involución fiscal; véanse, en épocas previas a la Gran Recesión, los cantos de sirena para el tipo único del IRPF o aquello de que «bajar impuestos es de izquierdas» (como poco, dependerá de cuáles y de a quién se reduzcan, ¿no?).
La presión fiscal en España es la décima más baja de la Unión Europea
En el caso de Asturias, la imagen representativa de la erosión de la conciencia fiscal es la campaña exitosa y persistente frente al Impuesto de Sucesiones, que apenas unos pocos defendemos aún en plaza pública como elemento de redistribución imprescindible de la riqueza, cuando el ascensor social renquea y la desigualdad se sigue perpetuando en función de la familia en la que caigas. Incluso tras la corrección del llamado «error de salto», los amplísimos beneficios fiscales cuando se sucede en empresas familiares (entre otros supuestos) y la ampliación hasta 300.000 € de las reducciones sobre la base imponible para descendientes, ascendientes y cónyuges, hay quien sigue defendiendo, ¡en nombre de la clase media!, la supresión del tributo y poniendo supuestos tipo ejemplificativos para la comparación con otras Comunidades Autónomas en los que la cuantía percibida en herencia es de 800.000 euros o más (¿dónde hay que firmar para suceder en tales patrimonios y pagar el impuesto que haga falta?).
Pero el combate no se detiene ahí. No hay más que ver las vestiduras rasgadas de la derecha cuando en la Ley de Presupuestos Generales del Principado de Asturias para 2019, aprovechando la modificación de la legislación estatal reguladora del Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados (AJD) para que el sujeto pasivo en los supuestos de escrituras que documenten préstamos con garantía hipotecaria pase a ser el prestamista (la entidad financiera, vamos), se incrementa el tipo impositivo hasta el 1,5%, para esos casos. Las acusaciones más demagógicas de llevarnos al infierno fiscal le llueven al Gobierno autonómico por doquier, sin pararse a comprobar que otras diez Comunidades aplican ese tipo máximo para la mayoría de supuestos de AJD. Y, sobre todo, sin detenerse un segundo a reflexionar si la carrera de beneficios fiscales liderada por la Comunidad Autónoma de Madrid, que marca el paso de las rebajas, parapetada en la ventaja de su condición de anfitriona de la capital del Estado y entrando en competencia desleal con el resto, a lo que debería llevar, cuando se habla de armonización fiscal entre las Comunidades, no es a igualar por lo bajo, sino a establecer un límite a tales ventajas y al oportunismo que conlleva.
Por descontado, cuando se despotrica contra la presión fiscal en nuestro país, pocos se corresponsabilizan amainando sus críticas a las insuficiencias de los servicios públicos y las políticas de infraestructuras, seguridad ciudadana, etc. O bien ya han entrado en la carrera por huir de los servicios públicos tanto como les sea posible, contribuyendo a relegar a la educación, la sanidad y los servicios sociales públicos a una posición secundaria, como sucede en las Comunidades Autónomas donde algunos gobiernos de la derecha ya han logrado en buena medida su objetivo de convertirlos en negocio. O bien son incapaces de reconocer, de manera consciente y honesta ante la ciudadanía, una ecuación elemental y a menudo inexorable (porque la eficiencia en el gasto es importante pero no lo es todo): a menos tributos, habitualmente vendrán menos ingresos públicos y servicios y políticas peores. No toda respuesta en este debate puede ser siempre, por lo tanto, la rebaja o supresión de tributos. Salvo que se quiera obviar el objetivo de la «distribución de la renta regional y personal más equitativa» y que «toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general», como dicen los artículos 40.1 y 128.1 de la Constitución Española, de la que algunos hacen una lectura parcial, mezquina e insostenible. Irresponsabilidad que, ésta sí, es el verdadero purgatorio que padecemos todos.