En medio de la incertidumbre provocada por las dificultades para investir en el Congreso de los Diputados a un Presidente del Gobierno y la consiguiente situación de interinidad de un Ejecutivo en funciones (mientras escribo estas líneas, aún está en el aire la posibilidad de alcanzar la fecha límite del 23 de septiembre sin solventar el trámite, lo que obligaría a una indeseable repetición electoral), se ha reabierto con fuerza el debate sobre el margen con el que cuentan las Comunidades Autónomas para definir elementos significativos en los tributos parcial o totalmente cedidos, como los tipos impositivos o las distintas bonificaciones. Todo ello en medio de la sempiterna discusión sobre la financiación autonómica, materia en la que la falta de continuidad y claridad en el modelo deja el terreno abonado para la disputa permanente, el recuento de agravios y la utilización de la cuestión como arma arrojadiza entre territorios.
La espita la ha vuelto a abrir, como en anteriores ocasiones, el programa de rebajas fiscales anunciado por la Comunidad de Madrid, por boca de su Presidenta. Allí se practica, desde hace años, un binomio consistente en la continua disminución de los impuestos cedidos, en lo que las facultades normativas concedidas le permiten en cada momento, y la postergación de los servicios públicos a la condición subsidiaria (las clases medias madrileñas, tan pronto como pueden conciertan un seguro médico y sacan a sus hijos de la escuela pública), aunque no tanto por dificultades financieras como por prioridades ideológicas de sus gobiernos. Causas de ello son, entre otras, el deterioro severo de la conciencia fiscal, que hace bienvenidas todas las rebajas, sin mayor reflexión sobre lo que conllevan; la falta de mayorías alternativas capaces de proponer con éxito una propuesta distinta (desde 1995 bajo gobiernos encabezados por el PP, sin que la corrupción endémica y el abuso de poder les haya pasado suficiente factura); y la red con la que saltan los dirigentes madrileños, sabedores de que la fuerza tractora de la capitalidad atrae suficiente actividad y, con ella, contribuyentes y “hechos imponibles”, como para permitirse convertir a la Comunidad en un paraíso fiscal en medio de un sistema que se revela excesivamente inarmónico. Isabel Díaz Ayuso acaba de prometer rebajar cada tramo autonómico del Impuesto sobre la Renta en medio punto más, volviendo a distanciarse del resto de Comunidades Autónomas y sumándose esta nueva reducción a la bonificación del 100% del Impuesto del Patrimonio; del 99% en el Impuesto de Sucesiones y Donaciones para los familiares directos y del 10% al 15% para colaterales hasta 2º grado; y a los tipos más bajos en el Impuesto de Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados. Como el agujero negro de la centralidad atrae todo con fuerza, impide escapar la luz del efecto recaudatorio a la baja que estas medidas, en cualquier otra Comunidad Autónoma, tendría (y que las haría simplemente inabordables).
En Asturias no nos podemos permitir pérdidas de competitividad y de oportunidades en un contexto especialmente crítico para el futuro de nuestra tierra
El oportunismo y la agenda política asociada a estas reformas (menoscabar cualquier intención redistributiva de los impuestos) no son en absoluto gratuitos, ya que generan importantes disfunciones en el conjunto del sistema. En efecto, una cosa sería la deseada corresponsabilidad fiscal, en virtud de la cual las prioridades fiscales adoptadas legítimamente por el Gobierno y la Asamblea Legislativa de cada Comunidad tienen su impacto real en la hacienda pública y pasan cada cuatro años por el tamiz del cuerpo electoral, que las reafirma o las contradice; y otra bien diferente lo que en la práctica sucede, puesto que los desequilibrios que esta competencia a la baja provoca, y la importantísima ventaja que la capitalidad comporta (que sólo Madrid disfruta), motivan que las consecuencias de esas decisiones no perjudiquen tanto a las arcas públicas madrileñas como al resto de Comunidades. Así, mantener una cierta coherencia que consista en no participar en una carrera de bonificaciones tributarias y de desfiscalización de las manifestaciones de la riqueza, sosteniendo un discurso sólido en defensa de la solidaridad y la progresividad fiscal, se está volviendo sencillamente imposible para Comunidades como Asturias que, sin ser -para nada- el infierno que demagógicamente denuncia la derecha, sí tiene problemas derivados de su renuencia a adaptarse a esta dinámica malsana de competencia fiscal.
Por mucho que invoquemos la necesaria contención de las desigualdades tributarias autonómicas (o que éstas se consideren en la financiación estatal de las Comunidades, que es lo que debería suceder), pidamos el fin de esta modalidad de dumping o salgamos en defensa de un federalismo fiscal cooperativo que no sea pasto del ventajismo y la irresponsabilidad, lo cierto es que, o mucho cambian las tornas y el Gobierno del Estado y las Cortes Generales ponen coto a la carrera fiscal a la baja, o no podremos sustraernos a esta marea, si no queremos padecer los perjuicios que un régimen fiscal menos atractivo para patrimonios y empresas acaba inevitablemente acarreando, con su correlato en dificultades productivas, menor actividad y menor crecimiento. Aunque suene paradójico, en Asturias podemos equivocarnos teniendo la razón, porque no nos podemos permitir pérdidas de competitividad y de oportunidades en un contexto especialmente crítico para el futuro de nuestra tierra (cambios en el tejido industrial, despoblación de las alas, demografía desfavorable, etc.). Así que, o se frena a corto plazo esta perversa tendencia, o tendremos que tragarnos el sapo, sobrevivir a golpe de realismo y repensar en qué medida nuestro marco fiscal, en aquello que esté dentro de la capacidad de decisión propia, (y sin perder el Norte pretendiendo en vano emular a otros) merece retoques, si no queremos salir tocados de esta batalla.