Se cuenta que, en la corte de Versalles, los Borbornes despachaban con sus hijos una sola vez al día, coincidiendo con la hora del tocador, único momento para preguntar sobre sus inquietudes y tomar la medida de sus progresos educativos. No sólo las obligaciones de mando y los compromisos sociales de los monarcas –muchos de ellos verdaderamente fútiles- les mantenían alejados de sus hijos sino, también, una concepción de la paternidad en la que las muestras de afecto eran casi síntoma de debilidad, ya que estaba en juego la forja de herederos de la dinastía. En otros contextos sociales e históricos, muy distintos del de la realeza pasada finalmente por la guillotina, pero también de otros tiempos, sin establecer esa clase de separaciones artificiales, el papel esperado del padre como garante del sustento familiar e imagen de la severidad (funciones muchas veces dudosamente cumplidas) le mantenía al margen del cuidado de los hijos y reducía las expresiones de afecto al mínimo indispensable. A día de hoy, por fortuna, y gracias a la evolución en la concepción de la familia, a la humanización de la paternidad y –sin duda- al feminismo y las modificaciones sustanciales que ha introducido en las relaciones personales, nadie en su sano juicio afronta la paternidad desde una perspectiva caduca, en la que la atención directa y el apego no sean, entre otras muchas, parte diaria de la función del padre. En el reacomodo de los roles, pocos padres están dispuestos a renunciar a la faceta enriquecedora de su vida que representa compartir con la madre la crianza, en todas sus etapas y en todas sus vivencias. Este cambio de actitud y desempeño no es pequeño si lo analizamos en perspectiva histórica.
Pedir permiso para asistir a una tutoría de un hijo, llevarle al pediatra o acompañarle en su aprendizaje y en sus tareas vitales cotidianas, se convierte en un favor que se debe a la estructura productiva en que uno se integre. No digamos ya una excedencia o reducir la jornada diaria.
Sucede, sin embargo, que, el modelo económico en boga, cuando no nos tiene en el dique seco o en la precariedad, nos tiene en dinámicas ultraexigentes, en las que se nos pide amplia dedicación temporal, disponibilidad permanente (con el grillete de las nuevas tecnologías bien asido) y, sobre todo, un estado de ánimo continuamente volcado en la actividad productiva, en situaciones prácticamente propias de la militancia, no ya en un movimiento social o causa política, sino en la empresa, a la que, casi se diría, se le cede el espíritu y el genio. Esta situación, a la que algunos se entregan momentáneamente con convencimiento, y la mayoría con fases de reserva, descreimiento y, finalmente, resignación (al comprobar la prosaica realidad de las cosas), lleva a una incompatibilidad de raíz entre muchos de los cometidos de la paternidad y las obligaciones laborales. No se trata sólo de los horarios poco propicios a la conciliación, con ser éste un problema endémico irresuelto. Se trata de un entorno general en el que pedir permiso para asistir a una tutoría de un hijo, llevarle al pediatra o simplemente dedicar ordinariamente unas horas al día para jugar, hacer los deberes o acompañarle en su aprendizaje y en sus tareas vitales cotidianas, o se hace un esfuerzo de malabarismo o, peor aún, se convierte en un favor que se debe a la estructura productiva en que uno se integre. No digamos ya lo que representa la posibilidad, siquiera teórica, de hacer un paréntesis más o menos prolongado a través de una excedencia, o de reducir la jornada diaria; derechos que, aun reflejados en el Estatuto de los Trabajadores, no lo están en la mente del beneficiario porque el recurso a ellos tendrá consecuencias, incluso en entornos laborables más flexibles y comprensivos.
La única religión verdadera de nuestros tiempos en el mundo del trabajo es la competitividad a toda costa, hoy más por mera supervivencia de la empresa en la economía de la crisis permanente que por afán de lucro del capital. Esta distinción, pasada por el filtro de nuestra perenne mala organización y la insuficiente conciencia del sentido y amplitud de la conciliación de la vida familiar y laboral, produce una monstruosa frustración cuando las aspiraciones de la persona exceden de la mera faceta productiva. El resultado, ya lo conocemos: la suma de la baja productividad en términos comparativos; escasa natalidad y falta de relevo generacional, porque hemos convertido la paternidad en una carrera de obstáculos (y la maternidad… más heroica aún); y el sentimiento amargo de quedar incompleto, de no hacer las cosas bien, de no ser, en ninguna de las vertientes de nuestra vida, dueños del propio tiempo y destino.