Seamos honestos: no parece que estas vayan a ser unas navidades especialmente felices.
Por mucho que cada uno trate de poner su mejor cara para celebrar la ocasión, lo cierto es que con uno de cada cuatro españoles en paro, acercándonos a los dos millones de familias con todos sus miembros sin empleo, con unos índices de pobreza disparados, y una crispación social creciente, el horno no está para fiestas. Al menos no como solíamos. La política del recorte ha cercenado la calidad de vida, los logros sociales, el Estado de bienestar y también el ánimo, por lo que parecería fuera de lugar que por llegar estas fechas nos embargase una alegría teñida de lentejuelas, una alegría simplona y artificial.
Todo esto no quiere en absoluto decir que nos vayamos a quedar en casa. Porque si algo hemos aprendido este año es precisamente eso: mejor que en casa se está en la calle. Más vale salir a sumar esfuerzos que quedarnos cruzados de brazos, dejando que nos consuma ese pesimismo pegajoso que parece que viene impuesto con el lote de los recortes.
Es cierto que la situación es muy complicada, y siendo realistas, no tiene visos de mejorar a corto plazo. Tenemos a unos políticos sometidos a esa entidad llamada genéricamente «los mercados», políticos obedientes a las instrucciones de Europa y desconectados de la realidad de los ciudadanos; tenemos unos poderes económicos infinitamente voraces y deshumanizados; tenemos una Europa anquilosada, ineficiente, agotada, lenta, torpe, a años luz de los ciudadanos, una Europa, por cierto, que este mismo año ostenta un insólito Nobel de la Paz, otorgado precisamente en el momento en que se muestra más incapaz de proteger a sus ciudadanos, a la vez que servilmente dispuesta a continuar protegiendo a los de siempre.
Sin embargo, y frente a todo lo que tenemos encima, seguimos adelante. Quizá sea precisamente éste el mejor momento de apostar por la esperanza. Porque es lo último que se pierde y porque aún, pese a quien pese, queda algo con capacidad de ilusionarnos: la gente. Gente que pelea por lo que cree justo, gente que detiene desahucios, que se encierra en hospitales y colegios, que encuentra el valor para salir a protestar frente a los golpes de la economía (y, si se tercia, de los antidisturbios). El 2012 ha sido un año plagado de dificultades y sacrificios, pero también de gestos esperanzadores. Es muy sintomático que ninguno de ellos tenga que ver con el sistema y todos con las personas. Ciudadanos anónimos, desconocidos, capaces de muchos pequeños gestos valientes, de actos discretos de heroísmo cotidiano, dispuestos a defender lo suyo o lo del vecino, capaces de organizar, de aliviar, de compartir aún cuando hay poco. La solidaridad nos aporta otro tipo de alegría, con menos fastos pero con mayor dosis de realidad. Cuando todas las luces van poco a poco apagándose, se encienden las de las personas, y con ésas seguimos caminando.
Así que este año nos toca reinventar una Navidad a medida, ya no basada en el consumismo habitual, sino en esos valores que en los últimos tiempos estamos redescubriendo y redefiniendo. Por eso, más que nunca, creemos en la solidaridad, en dar y recibir ayuda, en comprender que uno solo no hace nada pero junto al de al lado somos legión. Creemos en el consumo responsable, en el comercio de proximidad frente a la globalización salvaje. Creemos en la gestión razonable y razonada del territorio, en recuperar los lazos con la tierra, en el futuro del medio rural, que especialmente en Asturias es ya un factor básico de supervivencia. Creemos en la familia, no como valor inmutable y basado en los puros lazos de sangre, sino como refugio en tiempos difíciles, como colectividad y como fuerza. Creemos en la sostenibilidad frente a la codicia depredadora de unos pocos. Y sobre todo, creemos que no todo está perdido.
Ha habido muchas y muy importantes lecciones en el año que ahora termina. Nuestra responsabilidad es tomar buena nota y seguir adelante. Habrá que coger fuerzas para un año que se presenta duro y guerrero, un año que exigirá que los ciudadanos marquemos los límites y definamos qué queremos y qué no.
A los sordos no les quedará más remedio que escuchar.