César Rendueles (Girona, 1975) se crió en Gijón, y algo de eso cuenta en su libro Capitalismo Canalla: las manifestaciones contra la reconversión industrial a través de los ojos de un niño, las colaboraciones adolescentes con Radio Kras, o la entrada en el activismo de la mano del movimiento insumiso. Más allá de este toque personal, el ensayo sigue el rastro del capitalismo como un personaje más en la historia de la literatura, dando una visión critica del sistema vigente.
Huye de la etiqueta de «intelectual de izquierdas» aunque está claro que es un intelectual (ejerce de profesor de Sociología en la UCM) y profundamente de izquierdas. A César Rendueles le molesta, en fin, la idea del intelectual como «todólodo» que da lecciones morales, normalmente al servicio del régimen que toque. Sí reinvindica a cambio la labor de acompañamiento, el poco visible trabajo de proporcionar argumentos y herramientas de largo recorrido a los movimientos sociales y a las nuevas formas de cambio político.
Ese espíritu se respira en su libro Capitalismo Canalla (Ed. Seix Barral). Se trata de «una historia personal del capitalismo a través de la literatura» y efectivamente Rendueles no escatima en referencias, ni literarias ni personales: desde el Lazarillo de Tormes a Doris Lessing, de las manifestaciones en el Gijón de los ochenta a la experiencia de la paternidad. El resultado es un ensayo muy documentado y sorprendentemente divertido, que no sólo explica el neoliberalismo, sino que invita a pensar en las alternativas.
-Hablemos de ese Capitalismo Canalla. ¿Al final es tan sencillo como que las élites de este sistema son, efectivamente, mala gente?
-Digamos primero que el capitalismo es un sistema muy complejo y hay muchos rasgos distintos, pero sí es cierto que durante muchos años el mundo de las finanzas y las grandes empresas tuvo cierta apariencia de respetabilidad, de ser gente sensata y de orden; a cambio, los que se oponían a este sistema eran descritos como perroflautas, enajenados o utópicos. Y uno de los cambios que se han producido en los últimos años es que hemos visto que los buscavidas, los que vivían de forma encanallada y antisistema, eran ellos. Por ejemplo el presidente de Volkswagen, que siempre nos daba lecciones diciendo que había que trabajar duro, ha resultado ser un trilero que trucaba coches para cobrarnos de más. Y lo mismo en el mundo de las finanzas, en la construcción, en el sector energético… Esto no quiere decir que todos los empresarios sean así, lógicamente, pero sí hay una cierta tendencia a que la gente se convierta en esto, a partir de cierto nivel. Es un rasgo estructural que pervive desde el inicio del capitalismo.
-Viendo que el neoliberalismo como sistema hace aguas, ¿se está sabiendo plantear un cambio de paradigma?
-La respuesta rápida es que no. Y es perfectamente comprensible. En primer lugar, porque tal vez el gran logro del neoliberalismo en los últimos treinta o cuarenta años ha sido privarnos de imaginación política, de nuestra capacidad para imaginar alternativas no como una aventura contracultural que nos llevará a territorios sociales inexplorados, sino como un desarrollo paulatino, más o menos amable. De hecho en el pasado fuimos capaces de hacer transformaciones sociales inmensas, por ejemplo crear un sistema sanitario universal, sin que se hundiese el mundo.
Por otra parte hay otros retos que tenemos que afrontar que sí exigen cambios profundos, y estoy pensando concretamente en los desafíos medioambientales. No es ya que el capitalismo sea socialmente indeseable, sino que es materialmente insostenible. Sencillamente, nuestro planeta es incompatible con el tipo de relaciones económicas y sociales que mantenemos en este momento. Y eso va a exigir cambios, algunos difíciles de afrontar, por ejemplo en la forma de producir y en las pautas de consumo.
«Esa idea generalizada de que prácticamente todo se compre o se venda es muy exótica, a lo largo de la historia nunca ha existido nada parecido. Por ejemplo, los bienes de primera necesidad siempre han estado excluidos del mercado»
-Quizá por esa falta de imaginación, damos por sentadas cosas que en realidad son una rareza histórica. Por ejemplo, el mercado que hoy domina nuestras vidas, antes era una actividad restringida a uno o dos días a la semana. ¿Cómo hemos llegado a medir todo en términos económicos?
-Esa idea generalizada de que prácticamente todo se compre o se venda es muy exótica, a lo largo de la historia nunca ha existido nada parecido. Por ejemplo, los bienes de primera necesidad siempre han estado excluidos del mercado. Precisamente después de la Segunda Guerra Mundial, eso que se ha llamado Estado del Bienestar puede ser entendido como un intento de limitar los efectos del mercado en aspectos importantes de la vida social, como la sanidad o la educación. También en el mercado de trabajo se limitó esa mercantilización con cosas como el salario mínimo o la jornada laboral. Lo que ha intentando el neoliberalismo en los últimos treinta o cuarenta años es remercantilizar, es decir, que esas contenciones desaparecieran, y ahora volvemos a pensar cómo conseguir que el mercado no defina aspectos importantes de nuestra vida. Por ejemplo, ver que cosas que el mercado considera trabajo no lo son, como la especulación financiera, y otras que no considera trabajo, como el cuidado de los demás, pueden ser consideradas una actividad valiosa que debe ser protegida, amparada y estimulada.
-¿Por qué el cuidado de los demás se vende como una experiencia personal, cuando en realidad es colectiva, porque a casi todo el mundo le toca en algún momento?
-Se vende como una experiencia privada precisamente porque no está mercantilizada, y es una cosa que haces en tu tiempo libre. Cuando uno comenta las dificultades que encuentran los padres y las madres para criar a sus hijos se dice esta cosa terrible: «es que nadie te ha obligado a tener hijos», como si fuera una elección similar a irte de vacaciones a Portugal. Si lo pasas mal, no haber ido. Y es verdad que nadie te ha obligado, pero tampoco es una elección privada: es una experiencia social, que debe ser abordada a través de una reflexión colectiva.
«Algo va muy mal en este mundo cuando no llegas a tiempo para cuidar adecuadamente de tus hijos, o de tus padres, o de ti mismo»
-Los cuidados pueden ser una gran fuente de satisfacción, pero también de frustración.
-Las tareas de cuidados muchas veces sacan a la luz conflictos que están larvados en nuestra vida cotidiana. Por ejemplo, el malestar laboral. Tú te puedes contar muchas historias de cómo estás progresando en el trabajo, de que tienes una carrera súper sofisticada, pero cuando sólo ves a tus hijos dos horas al día y no das abasto para atenderlos, es inevitable darse cuenta de que eso no es una carrera laboral, sino un curro espantoso que haces para sobrevivir. Y que algo va muy mal en este mundo cuando no llegas a tiempo para cuidar adecuadamente de tus hijos, o de tus padres, o de ti mismo.
-Usted, nacido en el 75, se considera de la primera generación a la que se le vendió un concepto de éxito -laboral, económico, personal- acorde al capitalismo. ¿Hay que redefinir esos baremos?
-Creo que mi generación es la primera educada en el consumismo extremo, algo que ahora ya es la normalidad. Pero la crisis de 2008 ha sido un baño de realidad aterrador, y mucha gente se ha dado cuenta de que tampoco es bueno volver a lo que había antes. No sólo porque haya sido una estafa, porque no era verdad que fuéramos a vivir como se nos vendía, sino porque tampoco merece la pena vivir de esa manera. Es una vida muy falsa, construida sobre mentiras. Eso está dando impulso a una reflexión colectiva, que late en alguno de los procesos de cambio político que estamos experimentando.
«Más que obsesionarnos con todo lo que tenemos pendiente, deberíamos pensar en lo que ya ha cambiado. Hoy hablamos de cosas que hace cinco o seis años eran inimaginables»
-Otra de las cosas en las que hace hincapié es potenciar la experiencia común. Se habla de libertad y de igualdad, ¿qué pasa con la fraternidad?
-Muchas veces, cuando pensamos en el cambio político le damos vueltas a las condiciones materiales necesarias -vivienda, salario, sanidad…- y también a las condiciones institucionales: hace falta un estado de derecho, libertades civiles, participación, etc. Pero muchas veces se nos olvidan las condiciones sociales, porque es muy difícil que una sociedad muy individualizada, con poca afiliación social, impulse cambios emancipadores de envergadura.
Hay un malestar profundo y una voluntad de cambio, pero tendemos a vivir ese proceso de forma privada. Nos encontramos en las plazas o asambleas, siempre de forma individual, porque en los últimos treinta años ha desaparecido el tejido que había, que tampoco es que fuera muy grande. Para afrontar los retos que tenemos ante nosotros necesitamos sociedad civil, necesitamos reconstruir esa experiencia colectiva.
-Ese parece ser el camino de una parte de la sociedad, mientras que otra parte lo mira con recelo. ¿Por qué ese miedo?
-Es un miedo que yo entiendo, primero porque el cambio entraña riesgos -nadie nos dice que no nos vaya a dejar peor de lo que estamos- y la aversión al riesgo es una característica psicológica muy arraigada en nuestras cabezas. Y en segundo lugar, hay gente a la que no le ha ido mal con la crisis. Es una gran mentira que la gran víctima de la crisis hayan sido las clases medias: hay un 20 o 30% de población española que ha sobrevivido bastante bien, e incluso hay un pequeño porcentaje que está mejor. Es natural que esa gente no quiera cambiar, porque no tienen mucho que ganar. Por eso es importante que abandonemos ese discurso clasemedianista que da el tono a la política general y hablemos de las clases bajas y medias bajas, que son las que tienen mucho que ganar en un proceso de cambio político.
«Es una mentira que la gran víctima de la crisis haya sido la clase media. Las clases bajas y medias bajas son las que tienen mucho que ganar en un proceso de cambio político»
-Es una idea clásica de la izquierda: los propios perjudicados por el sistema deben ser los agentes del cambio. ¿Por qué no se insiste en esto?
-Creo que el motivo es estratégico, hay un porcentaje muy amplio de la población española que no vota ni participa en los procesos de cambio, y son precisamente esos grandes perdedores de la crisis económica. Que en realidad ya eran los perdedores antes, en España había cerca de un 20% de exclusión social antes de 2008, y nadie hablaba de ellos. Los partidos políticos, claro, se dirigen a los agentes políticos activos, que son básicamente las clases medias. Estamos viviendo un momento muy explosivo políticamente, con muchas elecciones en los dos últimos años, y yo soy comprensivo desde un punto de vista estratégico, pero me parece también que es una dinámica muy cortoplacista. Si queremos impulsar procesos de cambio político realmente profundos, con un modelo de sociedad y soluciones a largo plazo, esto sólo puede pasar a través del empoderamiento de las clases populares que están excluidas de la participación política.
-Pues de todo lo que hemos hablado, esto parece lo más difícil.
-Sí, porque España tiene una tasa de afiliación sindical bajísima, una precariedad laboral brutal entre los jóvenes, una descomunal tasa de pobreza y riesgo de exclusión, por ejemplo en hogares monoparentales, que suelen ser madres solteras, trabajadores inmigrantes… Todos ellos son colectivos que participan muy poco en política. Movilizarlos es complicado, porque no consiste en ilusionarlos y llevarlos un día a las urnas, sino que hace falta tejer redes organizativas en las que quieran participar.
-Es un momento político tan intenso, ¿qué aporta una perspectiva intelectual, más relajada, a la hora de asimilar lo que está pasando en España?
-Es crucial ver que las cosas no están igual que siempre. La crisis global de 2008 ha cambiado los términos del debate, y la España de 2016 es muy diferente de la de entonces. Hoy hablamos de cosas que hace cinco o seis años -un periodo de tiempo que desde un punto de vista histórico no es nada- eran inimaginables. Se habla de desigualdad social, se plantean medidas políticas participativas, eso hace pocos años era ciencia ficción. Si nos hubieran dicho que las tertulias políticas iban a estar en prime time en televisión no nos lo hubiésemos creído, porque había un desinterés brutal en este tema. O hablar de una ruptura del bipartidismo, nos hubiéramos quedado atónitos.
Por eso yo suelo expresar que, más que obsesionarnos con todo lo que tenemos pendiente, a lo mejor deberíamos pensar en lo que ya ha cambiado, porque eso nos permite pensar cuáles son las transformaciones que podemos impulsar de forma verosímil y realista. O entender por qué esos cambios no van tan rápido como a algunos nos gustaría.