En tren a Skipton. Envío fotos de la estación a las amistades de Langreo, para que vean cómo van a quedar las estaciones después del soterramiento; no les hace gracia la broma. Todavía en estos días, después de 14 años de obras, dice alguien, teóricamente responsable en asuntos gubernamentales, que “no se pueden hacer milagros”. Que sois unos impacientes, hombre.
Hay una diferencia grande de equipamientos y servicios. Los paneles informativos y locución funcionan, sabes a dónde vas y qué paradas te esperan; en la FEVE asturiana es común que los letreros sobre las puertas sean de otra línea, así que a la altura de Xivares puedes creer que falta poco para Carbayín. En RENFE, sin embargo, han rotulado las estaciones en inglés, muy útiles para ir de Ciañu a La Corredoria. Falta un aviso, común en el Reino Unido, Keep an eye in baggage; o sea, echa un güeyu a les maletes, manín.
Estación de Skipton. En 15’ se sube andando al que dicen el castillo mejor conservado de Inglaterra, ahora propiedad de un joyero italiano, que mantiene una parte reservada a su uso personal. La antigua sala de banquetes se alquila para bodas u otros banquetes; debajo están las bodegas, en una pared se explica que solamente el dueño y el mayordomo tenían la llave, como todos vemos en las películas inglesas. Los nobles bebían vino, que venía por barco de Francia a York, mientras que los plebeyos le daban a la cerveza, y reza el rótulo “hacían falta grandes cantidades”.
Dominaba la saga Clifford a cuyo nombre se mantiene en York un curioso castillo circular; aunque la familiar más querida es Anne, que en 1649 salvó la propiedad y la adecentó, el más ensalzado es un varón, George. Anne fue capaz de reconstruir la propiedad después de los desastres de la Segunda Guerra civil, que acabó con la proclamación de la República y la decapitación de Carlos I, bajo el cargo de traición. Los reyes cuando pierden la corona, si no andan listos, lo hacen con cabeza y todo.
En el siglo anterior, el astuto George Clifford había salido corriendo para notificar a la Queen que la invencible flota de Felipe II de España había sido vencida; la agradecida Isabel le aumentó la lista de títulos, bastante larga, por cierto: Third Earl of Cumberland, Thirteen Lord of Skipton, Knight of the Garter, Courtier and Queen´s Champion. (Los he puesto en inglés que suena más pomposo, aunque el lema de los Clifford está en francés, igual que el de la Corona británica. Bromas de los sosos fieles de Su Graciosa Majestad). Luego se metió George en la Compañía de Indias, que, al final, la guerra no es más que un negocio; algo más sangriento, pero mucho más productivo.
Tampoco anda mal el business de los que venden vida eterna. Contaba en el capítulo anterior cómo en la casa parroquial que fue residencia de la familia Brontë se conservaban las planchas en las que constaba el alquiler de los espacios en los bancos eclesiales. En la Holly Trinity Church (Iglesia de la Santa Trinidad) de Skipton disponen de mullidos cojines para traseros y rodillas. A la izquierda del altar encontramos un panel más significativo: la relación de las aportaciones dinerarias de las familias creyentes.
Para ejemplo de los siglos han quedado impresas las voluntades de la familias que cedían los intereses generados por sus capitales en los otros bancos, los financieros, para mitigar necesidades ajenas, como la que sufragaba el reparto para las viudas pobres el día de San Juan Bautista, o la buena de Katherina que en 1784 había donado los réditos de 50 libras “para el pan que debe darse en la iglesia” (se aclara a renglón seguido que “ahora paga por el Craven Bank”) También ha quedado grabado el problema de la morosidad, porque otra Katherina, Parker, había dejado los intereses de 30 libras en 1756, pero “no paga desde 1825”. Habrían pasado 65 años, es de suponer que habría fallecido, pero para el párroco, creyente en la vida eterna, una promesa es una promesa.