Decir verano es nombrar al fuego como elemento, al sol como astro rector, al sur como dirección vital, al calor como percepción constante, a la efusión como danza. En muchos lugares del hemisferio norte, los meses de junio avanzado, julio, agosto y el primer tramo de septiembre marcan el tiempo seco, una etapa que, paradójicamente nos habla del “sueño de la Tierra”. Pero este sueño no es inacción: es latencia abrasadora, es un pulmón que respira lento mientras todo a su alrededor se precipita en plenitud.
¿Cómo vive el bosque este clímax estacional? En los bosques caducifolios —aquellos que se deshacen de sus hojas en la estación otoñal— se inicia lo que se conoce como el “periodo de sombra”. Los doseles se cierran con la espesura de las hojas desplegadas, generando un microclima sombrío en el sotobosque. La luz apenas alcanza el suelo, donde helechos, musgos y algunas plantas especializadas deben adaptarse a la escasez lumínica mediante estrategias como hojas más anchas o pigmentos accesorios.
Y, sin embargo, mientras la penumbra reina bajo las copas, la vida se desborda. En la espesura del bosque, los animales abandonan sus refugios o regresan de sus migraciones. Mamíferos, aves, insectos y reptiles se lanzan a una actividad frenética: la reproducción. Es el tiempo de la abundancia, de la supervivencia a través de la descendencia. Lo que a ojos humanos podría parecer exceso —una plaga de insectos, una explosión de flores, un canto incesante de aves— no es sino el equilibrio oculto de la biodiversidad, una estrategia colectiva de persistencia.
Desde nuestra mirada desconectada, a menudo interpretamos la lucha por la existencia como una tragedia salvaje: matar o ser comido, crecer o perecer. (…) la muerte es transformación y la desaparición de un individuo puede nutrir a otro, o abrir espacio para nuevas formas de vida. El bosque no condena, simplemente recicla.
Desde nuestra mirada desconectada, a menudo interpretamos la lucha por la existencia como una tragedia salvaje: matar o ser comido, crecer o perecer. Pero esa lectura, reducida al prisma de la violencia, olvida que cada acto forma parte de una red mayor, donde la muerte es transformación y la desaparición de un individuo puede nutrir a otro, o abrir espacio para nuevas formas de vida. El bosque no condena, simplemente recicla.
Quien desee escuchar el relato del verano en el bosque, no necesita más que acercarse, en silencio, a un gran árbol. Porque cada uno de ellos es un universo. En sus ramas, huecos y cortezas se multiplican los escenarios de vida: pájaros carpinteros y ardillas trepan en busca de frutos; orugas y coleópteros se alimentan de las hojas; arañas y avispas cazan a las moscas; aves insectívoras recorren la bóveda verde, mientras sus huevos y crías son objetivo de mustélidos sigilosos y ardillas oportunistas. El árbol es refugio, despensa, cuna y campo de batalla.
En un claro del bosque, el aire se llena de luz y movimiento. Las mariposas danzan en espirales nupciales, atraídas por el néctar de las flores estivales. Las larvas de escarabajos emergen de la madera en descomposición, contribuyendo al ciclo de la materia. Los corzos y cervatillos, ocultos en la espesura, pueden irrumpir de pronto, alertados por el crujido de una rama. Cada rincón del bosque vibra: es una sinfonía de sonidos, donde el zumbido, el graznido, el crujir y el silbido dibujan el mapa acústico de la estación.
Cuando cae la noche, se detiene el bullicio diurno, pero no cesa la vida. Los insectos nocturnos suspenden su vuelo y los polluelos, exhaustos, duermen. Entonces emergen los seres de la penumbra: los murciélagos, que recorren los cielos en busca de néctar, insectos o polen de flores que se abren en la oscuridad. Los zorreznos juegan en la entrada de sus madrigueras, aguardando a sus progenitores, cazadores del crepúsculo. Y en el silencio denso de los montes mediterráneos, el lince ibérico —solitario, sigiloso, felino sagrado de la noche— recorre sus dominios buscando conejos.
Cada rincón del bosque vibra: es una sinfonía de sonidos, donde el zumbido, el graznido, el crujir y el silbido dibujan el mapa acústico de la estación.
Muchos animales han adaptado sus hábitos al frescor nocturno, no sólo para evitar el calor diurno, sino también para escapar del ojo humano, cuyas acciones han ido fragmentando y alterando sus ciclos. Así, en el reverso oscuro del día, la vida continúa, transformada y resiliente.
El verano, entonces, es apertura. Es el gran parto del año, donde la savia asciende en árboles y arbustos, donde la energía se manifiesta en cuerpos e interacciones, donde la Tierra exhala su potencia vital. En la antroposofía, se dice que en esta época los seres elementales —espíritus del calor, del aire, del crecimiento— emergen con mayor ímpetu, animando los procesos naturales desde adentro, hilando vínculos entre lo visible y lo invisible.
Y, sin embargo, los humanos, enajenados de la rueda a la que pertenecemos, a menudo contemplamos este despliegue con distancia. Olvidamos nuestra música en la gran comparsa. Pero el bosque no espera. El bosque canta, se transforma y nos recuerda que todo es vínculo, que todo está vivo, incluso aquello que muere.