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sábado 27, abril 2024

De fríos y cavilaciones

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Entre fríos, compras, catarros, festividades, reencuentros, bebercios y fartures, sin darnos cuenta, ya estamos en invierno.

Para muchos es, con diferencia, la peor de las estaciones. Para otros, una oportunidad más de disfrutar, aprender o entretenerse y es que, como dijo Oscar Wilde “la sabiduría viene con los inviernos”.

En la tradición, el invierno sirvió para dar cobijo a un incansable número de quehaceres, de preparaciones, reparaciones y creaciones.

Es el momento idóneo para desarrollar nuevas habilidades, destinar tiempo al aprendizaje y al desarrollo. O, como viene siendo imperativo, plantearse nuevas metas para el año venidero. Dicho sea que tiene un puntito de esnobismo murmurante acompasado de las miles (y siempre las mismas) metas de año nuevo.

Como comenté en varios artículos anteriores, para mí el año comienza en octubre, momento en el que objetivos y planes son, como poco, más perdurables en el tiempo, realistas, honestos, sensatos y propios, no subvencionados por el inevitable populismo navideño.

En la tradición, el invierno sirvió para dar cobijo a un incansable número de quehaceres, de preparaciones, reparaciones y creaciones. Cuando la naturaleza se aletarga, el ser humano dispone de tiempo para mirar a su alrededor y mirarse adentro.

¿Se debe la tristeza de los inviernos a que la falta de actividad guía al cerebro a pensar en aquello que nos desagrada?
¿Son esas metas inabarcables un placebo que busca calmar las ansias de solucionar y evolucionar?

La incomodidad genera inquietud y eso es realmente bueno si se gestiona de la manera adecuada.

El mejor plan para el invierno es sofá, manta y caldo caliente, no es discutible. Aún con eso, es posible llevar a cabo una serie de actividades hogareñas más allá de soplar una cuchara.

Los quehaceres en una casa son infinitos. Cuando crees que está todo en su sitio toca reparar un enchufe o peor aún, te cuestionas cuánto te gustan realmente las lámparas de techo, la pintura del salón o el juego de toallas con el que llevas varios años muy a gusto pero que comienza como a no quedar muy bien con el resto del baño.
La incomodidad genera inquietud y eso es realmente bueno si se gestiona de la manera adecuada.

Una de esas desazones que me atormentan durante el gobierno del frío son los objetos que rondan por casa. ¿Cuándo es una cantidad suficiente o necesaria y cuando un acumular sin sentido?

Me ocurre con los libros. Apaño todos los que se tropiezan conmigo, pues me hacen ojitos sabedores de mi temprana rendición. (Otro libro pa’ casa…) Es momento de hacer selección.

De las muchas escusas con las que trato de argumentarme a mí mismo, repito tres en mis adentros: los mantengo por cariño, otros porque me gustaron y quizá los vuelva a leer algún día y otros, por que llegan a mí desamparados sin una triste estantería donde cobijarse mientras esperan la aparición de su próximo dueño.

Uno de aquellos objetivos marcados en octubre, fue deshacerme de una buena parte de mi biblioteca. Me duele en el alma, pero es necesario. O mejor dicho: es innecesario tener tanto libro. La criba fue difícil y tengo algunas dudas, pero lo cierto es que ver las estanterías del salón tan livianas es un placer. Regalé muchos y otros lo tengo a la venta en apps de segunda mano para, con lo que saque, seguir comprando libros (obvio, qué esperabas) pero esta vez (tratando de ser) más selectivo.

Así ocurrió con multitud de objetos que fui sacando de mi vida durante los meses anteriores. Cajas de cartón cuyo destino fue establecido y que llené con una significativa cantidad de enseres acarreados durante varias mudanzas, sin sentido ni utilidad. Las cajas fueron entregadas a otras manos que les habrán de dar nuevos usos y funciones siendo la principal el quitarme trastos de casa.

Las labores del guisar son buena compañía para meditar, planificar y discurrir como avanzar.

El frío hace desear guisos, potajes, caldos, sopas… esos ricos y abundantes platos de tradición inmemorial que atemperan cuerpos con independencia de los grados en el exterior. Mientras cocino como un desquiciado y relleno congeladores como si se fuera a terminar el mundo, destino tiempo a pensar y organizar.

Las labores del guisar son buena compañía para meditar, planificar y discurrir como avanzar. Tener cerca mi carpeta negra cargada de folios y un par de bolígrafos desenredan unas cuantas trabas con facilidad. Y es que las preparaciones no son solo del comer, sino también aquellas que nos alimentan como seres pensantes vaporizando cualquier desdén propio o ajeno.

Más que plantearnos metas en año nuevo tenemos que hacernos preguntas.
¿Qué me está tocando la moral? ¿Por qué? ¿Qué puedo hacer para que deje de molestarme? O una mejor aún, ¿qué me importa a mí toda esta movida?

Es tiempo de repararse a uno mismo, de buscar alternativas, de acometer planes y abandonar por completo aquello (y aquellos) que todo entorpece, ancla o arrastra. La mágica ecuación del “Problema – Solución” aparece cual vedette bajando la dorada escalera mientras se explaya con ganas en forma de mapas mentales y anotaciones por todas las esquinas.

Más que plantearnos metas en año nuevo tenemos que hacernos preguntas.
¿Qué me está tocando la moral? ¿Por qué? ¿Qué puedo hacer para que deje de molestarme? O una mejor aún, ¿qué me importa a mí toda esta movida? Obviamente habría de ser necesario profundizar, pero son buenos comburentes para el diálogo con uno mismo. Con suerte, surge una conversación larga, intensa y con jugosas conclusiones.

El mayor problema al que nos enfrentamos es la inactividad. No hay nada peor que un día igual que otro, haciendo lo mismo, consumiendo lo mismo en el mismo sitio de la misma manera y a las mismas horas. Vivimos (por fortuna) en la comodidad tecnológica y nuestras preocupaciones son otras muy distintas a las de nuestros abuelos/as o generaciones anteriores. Aún con eso, mantenemos las mismas capacidades físicas y cognitivas para desarrollar cualquier actividad que sea necesaria con mayor o menor acierto (y el consecuente aprendizaje).

Sin embargo, no experimentamos ese potencial optimizador de recursos, que de manera innata tenemos instalado en el cerebro, porque preferimos la postura horizontal (con la luz del móvil proyectada en nuestra cara) frente a la explotación de la capacidad creativa para desarrollar cuanto se nos ponga por delante. ¡Para pensar!

¿Por qué no aprender algo nuevo? ¿Por qué no interactuar con nuevas personas? ¿Por qué no probar a ser uno mismo? Sin pretensiones, sólo ser. A lo mejor, quizá, descubrimos la calma y la alegría aliñadas con la chispa del descubrimiento.

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