Innovar, para los sapiens de la RAE, en su segunda acepción es “volver algo a su anterior estado” y pese a que no lo utilicemos en este sentido, toma forma y significado en nuestra cultura y evolución social.
Ejemplo de esto son las redes, sobre todo aquellas más visuales como IG o YouTube, donde crean, y asientan, aquellos que enseñan (no que dan a ver, sino que divulgan) el saber hacer adquirido de la experiencia propia y ajena. Cierto es que muchos no son más que una réplica de otros con mayor o menor acierto, pero siempre hay quien aporta, aunque sean necesarios tres zahorís para encontrarlos.
Quien siente el deseo de ser útil a los demás ofrece con esfuerzo y dedicación su tiempo a cambio de nada o muy poco.
De estos, me refiero a quien es capaz de hacer llegar el conocimiento de forma sencilla, sin florituras innecesarias y con la humildad propia de quien se incomoda al compartir, incluso siente cierta vergüenza de su saber, afectados por el síndrome del impostor y no por saberse realmente impostores, pues pronto se delata quien solo vende coloridas bocanadas de humo. Quien siente el deseo de ser útil a los demás ofrece con esfuerzo y dedicación su tiempo a cambio de nada o muy poco.
Abundan los seres generosos, los mismos cuyas pretensiones pasan por el necesario filtro de la modestia.
Con ellos, podemos disfrutar de un saber más antiguo que el dinero y que se redescubre un mundo, y digo bien, pues mucho se olvidó en favor de lo nuevo, lo más brillante y vacío.
Esa innovación maravillosa que nos invita a devolver la vida a nuestra alma a través de la acción consciente, esto es, respirar, escuchar, ver, oler, tocar… buscando que sean nuestros propios sentidos quien lo perciban, dejando la visión de otros para ellos mismos.
Es el tacto lo que nos lleva a lo antiguo, a lo que subyace inherente a nuestra naturaleza y que adormilamos con superficies lisas, neutras, vacías.
Cuando alguien consigue transmitir de manera adecuada lo que siente al realizar una labor, una acción o cualquier otro, se percibe y, como usuarios/as de las redes, nos remueven e invitan a querer ser partícipes de ese sentir. Algo adentro cimbra y surge el deseo de hacer lo mismo: reconectar.
Es el tacto lo que nos lleva a lo antiguo, a lo que subyace inherente a nuestra naturaleza y que adormilamos con superficies lisas, neutras, vacías.
Quizá por eso buscamos tocar las telas en las tiendas de ropa, pasar la palma por una mesa de madera o sentir la fluidez de las legumbres al meter la mano en un saco lleno de estas, como Amelié (a quien le guste la francesada).
Lo expresó muy bien Natalia (Woodic) al hablar de una de sus piezas: los sonajeros. “… la textura rugosa y las esquinas de las láminas de barro que, al tocarlas, hacen incluso daño”.
¿Es necesario el paso atrás? Replanteo la pregunta ¿es necesario volver aplicando la evolución tecnológica y el nuevo saber adquirido de las últimas décadas?
¿Es por tanto innovar volver a sentir?
Como decía, los saberes ancestrales que hoy se comparten y disfrutan, llegan de la mano de la búsqueda del bienestar. En ese sentido, son acciones importantes el cultivar o la crianza de animales pues es gracias a este “live style” que podemos sentir los beneficios de un hacer que nos acompaña desde hace unos 12.000 años. Como no, cualquier otra actividad u oficio interrelacionado y satelital a aquellos poseen la misma importancia e interés.
En las nuevas ruralidades también radica esta innovación pues, si bien es cierto que hay quienes definen como “moderno” (con rintintín peyorativo) la vuelta a los pueblos y a la vida rural, la realidad es que forma parte de la evolución de una sociedad cuyo hartazgo viene dado por los que quizá sean sus mayores fracasos: el desapego social y la desconexión natural.
¿Es necesario el paso atrás? Replanteo la pregunta ¿es necesario volver aplicando la evolución tecnológica y el nuevo saber adquirido de las últimas décadas? Desde mi perspectiva, un “SI” quedaría corto.
Tal y como dije hace unos artículos, tan importante es “civilizar” el rural como ruralizar la ciudad.
Son, los abusos, el día a día de nuestro cerebro, de nuestra necesidad de estar actualizados de todo, atormentados por el símbolo de la notificación sin revisar, por el mensaje sin contestar o por la publicación sin ver.
En contrapartida a lo expresado al inicio de este artículo, y contradiciéndome a mí mismo, las redes sociales y el internet de las cosas, también son los grandes enemigos de nuestro bienestar y estabilidad psicofísica. (Digo esto, pero habría de matizar mucho. Hoy no).
Son, los abusos, el día a día de nuestro cerebro, de nuestra necesidad de estar actualizados de todo, atormentados por el símbolo de la notificación sin revisar, por el mensaje sin contestar o por la publicación sin ver. “¿Cómo es posible que no te hayas enterado de esto?” Demasiadas horas especulando, manipulando y distorsionando una realidad que, a fin de cuentas, nosotros mismos queremos crear insuflando vida en función de la transitoria apetencia, perspectiva y sesgos o aquellas que nos son impostadas discretamente.
Pese a quien pueda pensar que el rural debe ser ocupado en exclusiva por aquellos que poseen el interés por la producción primaria, es real el cambio evolutivo y tecnológico en el que vivimos por lo que resulta, como poco, absurdo pretender una repoblación única de labriegos, pues tienen cabida muchas otras profesiones. Este pensamiento suele tenerlo quien no pisó más prao que el del parque San Francisco. Sin embargo, carece de sentido que esta repoblación se sustente en exclusiva de quienes no explotan los recursos locales.
Para interiorizar esto, es necesario pararse a sentir de nuevo a través de nuestros órganos sensoriales, los mismos que son enormemente más sabios de lo que el Yo se cree, como buen prepotente que es.
Es aquí donde ambas acepciones del verbo innovar, que me permito unir, cobra su sentido único, el mismo que pretendo transmitir después de toda esta parrafada: volver a un estado anterior introduciendo novedades provechosas.