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viernes 22, noviembre 2024

Resabio inquisitorial

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En aquello que sea el carácter patrio –si es que tal cosa existe- o por lo menos en los usos habituales que por aquí se estilan, alguna huella sí que ha dejado el Santo Oficio, que tanto marcó vidas y comportamientos durante siglos.
Por fortuna no se persigue ahora, por fanatismo y como instrumento de poder, a quien profese una religión distinta de la católica ni se extiende el recelo a quien no sea cristiano viejo; y el tormento que con profusión se aplicó por la Inquisición se abolió finalmente cuando el nefasto Fernando VII nos dejó definitivamente. Pero, cuando uno observa con detenimiento el discurrir de la refriega política en España, el tono general de una parte no pequeña de los medios de comunicación, el enconamiento de los debates sobre cuestiones públicas y, descendiendo al nivel de las conductas individuales, la fuerte tendencia a la acritud y a la acusación gratuita en cualquier controversia que surja en los ámbitos más insospechados, el regusto por los viejos modos se descubre de buenas a primeras.
No es por fustigación colectiva, pero quizá deberíamos rebuscar en el acervo cultural del que provenimos las causas de la imposibilidad para desarrollar una discusión normal, reflexiva, a ser posible constructiva y conciliadora, sin perjuicio, cuando sea proporcional a las circunstancias, de la radicalidad –en el sentido etimológico, ir a la raíz de los problemas- ni de llamar a las cosas por su nombre. Analicen cualquier debate político, comentario o foro de la red, tertulia televisiva o radiofónica y su extensión en las cotidianas de muchas personas, ya sea sobre aspectos relevantes o intrascendentes, y hallarán en la descalificación –la contemporánea excomunión- de quien se entiende contrario, tildando de espurias sus razones o cargando sobre su propio perfil personal, el argumento al que buena parte de los intervinientes acaba recurriendo.

La versión más extrema de la actitud inquisitorial es la condena a la muerte civil. La negación de las segundas oportunidades, la búsqueda del escarnio público y la tacha rotunda que se han instalado en determinados discursos y valoraciones, persiguen ese objetivo.

Esa actitud salta incluso a una dinámica de ataque preventivo, por utilizar el término ya común en nuestro lenguaje. Se inquiere, juzga y condena con facilidad y a despecho de lo que aconsejaría la prudencia más elemental. Se coloca rápidamente el sambenito y la coroza que permiten desacreditar todo lo que provenga del señalado, por su origen y no por su contenido, al haber quedado desautorizado para los que se sienten tribalmente de signo opuesto. Evidentemente, las polémicas se tornan violentas e irreconciliables y dejan en los interlocutores amargura y rencor.
Una de las variedades más habituales de la huella inquisitorial, a su vez consecuencia de lo anterior, es la conformación de identidades excluyentes; a fin de cuentas, de eso se trata cuando se condena al diferente o se le fuerza a renegar de aquello que siente como propio. Convertir las identidades en definiciones monolíticas y arrojárselas a la cara sin contemplaciones es un rasgo particularmente frecuente de nuestros tiempos. Simplifica las cosas y evita análisis más pormenorizados del sujeto o de la propuesta a escrutar, ya que basta con conocer la identidad que se le atribuya para tener un resultado, una valoración que se persigue con ahínco y que ya está predeterminada.
La versión más extrema de la actitud inquisitorial es la condena a la muerte civil, es decir, la pretensión de excluir a una persona de cualquier clase de relación y de relevancia, privándole de voz, criterio y opinión, impidiéndole cualquier proyección exterior. La negación de las segundas oportunidades, la búsqueda del escarnio público y la tacha rotunda que se han instalado en determinados discursos y valoraciones, persiguen ese objetivo y encuentran un cierto público que con frecuencia parece deseoso de mostrar su pulgar apuntando hacia abajo.
Puede que, como en el sketch de Monty Python, nadie espere a la Inquisición Española apareciendo sorpresivamente cuando se la invoca (o no tanto, al final del capítulo), pero lo cierto es que algo de sus prácticas y de su retórica se nos ha quedado, bajo el barniz de nuestra presunta modernidad.

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