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jueves 7, noviembre 2024

Capítulo IX: Telarañes

Adolfo Lombardero
Adolfo Lombardero
Escritor de "La Ayalga: el tesoro de Asturias"

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Escrito por Adolfo Lombardero con la colaboración de los niños del Colegio Público Germán Fernández Ramos.

Pronto las piernas de Elba acusaron el cansancio. La fatiga le impedía seguir el ritmo del decidido saltapraos, que avanzaba con premura en una dirección muy marcada.

Ella continuó la carrera sin dilucidar del todo si seguía a su amigo o si escapaba de sus perseguidores. Los cazadores no tardarían en desandar sus pasos ante la falta de indicios y retomarían el nuevo rastro que torpemente había dejado tras de sí. Solo era cuestión de tiempo.

Elba y el saltamontes continuaron aquella marcha apremiante hasta que llegaron a un frondoso matorral, en el que podía verse claramente el hueco de una madriguera. Posiblemente, algún tejón la habría dejado abandonada tras el largo sueño invernal. Parecía evidente que aquel cobijo llevaba largo tiempo sin ser habitado, pues una densa maraña de telarañas colapsaban la entrada como un tupido velo extendiéndose hacia el interior.

El plateado amigo de Elba, mediante una serie de vuelos circulares y tintineos, la instó a observar más adentro.

—¿Quieres que entre ahí?

(Clinnn… clin…)

—Pero… las púas de las zarzas…

(Clinnn… clin… clin…)

El saltamontes parecía ciertamente ansioso por conseguir que Elba se asomase dentro de la densa mata espinosa. Ella se agachó todo lo que pudo, y avanzando a gatas apartó las primeras capas de seda de araña que cubrían la entrada. Supuso que algo importante para su amigo se hallaba en el interior. Dedujo pues que el insecto necesitaba de su ayuda para recuperar lo que fuera que hubiese ahí dentro sin quedarse atrapado en la maraña de zarzas y telarañas. Sin duda entrar en aquella madriguera habría supuesto una peligrosa trampa mortal para su pequeño amigo.

El saltamontes parecía ciertamente ansioso por conseguir que Elba se asomase dentro de la densa mata espinosa. Ella se agachó todo lo que pudo, y avanzando a gatas apartó las primeras capas de seda de araña que cubrían la entrada.

Avanzó varios pasos gateando hacia lo más profundo y oscuro del hueco. Los pegajosos hilos se enredaban en su pelo y las espinas dejaban pequeños arañazos en las piernas y brazos de Elba, que continuaba tratando de averiguar qué era lo que estaba buscando.

De pronto pudo ver un bulto enredado dentro de un capullo de seda. Parecía el tipo de tejido que elaboran las arañas alrededor de sus víctimas para conservar y reservar el alimento. Elba intuyó que la envergadura de aquella araña debía ser enorme, pues el tamaño de su presa era semejante al de un pequeño ratón.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca logró intuir el contorno que se adivinaba dentro del capullo. Desde luego no tenía la forma de un ratón atrapado, sino que, más bien, conformaba la silueta de una pequeña forma humana. No se podía creer lo que estaba viendo: una diminuta personita había sido atrapada por las redes y el matojo de puntiagudas espinas. Parecía talmente una pequeña hada de las que hablan los texedores de lleendes.

(Clinnn… clin…)

El saltapraos permanecía expectante en la entrada de la madriguera.

—Puedo verlo, ya casi lo alcanzo… — dijo mientras se apuró para avanzar en dirección a su objetivo. El ovillo de seda permanecía inmóvil, inerte, presagiando lo peor.

Trató con suma delicadeza el bulto para desenredarlo y salió de la madriguera gateando hacia atrás, donde el saltamontes la esperaba con impaciencia. Una vez fuera, posó cuidadosamente el extraño capullo de hilo de araña sobre la hierba. No tenía ninguna idea de cómo debía actuar.

Elba contuvo la respiración mientras observaba la compleja atadura del ovillo, en espera de hallar algún indicio de vida o movimiento que atrajese la esperanza.

Con total diligencia la muchacha utilizó sus pequeños dedos para romper la maraña de hilos, tratando de liberar a la víctima del enredo.

El insecto revoloteaba ansioso alrededor de las manos de Elba.

—¡Vamos, respira! —susurró con tono desesperado cuando vio asomar una pequeña cara dentro del capullo.

Su corazón latía.

No se podía creer lo que estaba viendo: una diminuta personita había sido atrapada por las redes y el matojo de puntiagudas espinas. Parecía talmente una pequeña hada de las que hablan los texedores de lleendes.

Se asemejaba a una hermosa mujercilla diminuta, del tamaño de la palma de la mano de Elba, ataviada con telas de color azulado y con una larga trenza que recogía su pelo castaño con algunas flores.

Supuso que la pequeña criatura habría sido capturada el día anterior. Permanecía inconsciente. Aquel pequeño rostro femenino había adquirido el color mortecino que produce la ponzoñosa picadura de la araña.

Mientras permanecían atentos a los cuidados de la malherida hada, Elba y el saltapraos, no pudieron percatarse de la larga sombra que se proyectaba sobre ellos con el sol del atardecer, producida por la silueta de los dos acechantes cazadores, que se acercaron sigilosamente por su espalda.

—Vaya, vaya, vaya… ¿Qué tenemos aquí? —aquella profunda voz puso en alerta a Elba, que al volverse pudo contemplar a sus perseguidores a escasa distancia.

—¡Dejadme en paz!, ¿Qué queréis de mí?

—Vas a pagar por lo que le has hecho a la familia de Xandru, ¡maldita! —exclamó el más joven.

—¡Yo no les he hecho nada!, ¡eran mis amigos! —respondió Elba sabiéndose atrapada entre sus captores y las zarzas, al tiempo que ocultaba disimuladamente tras su cuerpo a la diminuta hada y su compañero plateado.

—No la escuches, hijo. Tratará de embaucarte. Desconfía de su inocente apariencia —dijo el primer hombre mientras desenvainaba un largo y curvo cuchillo que aterrorizó por completo a Elba.

Los dos hombres se acercaron a ella mostrando una siniestra sonrisa con la evidente intención de darle muerte.

El corazón de Elba latía acelerado; su instinto de supervivencia se imponía; su mirada trataba inconscientemente de encontrar una ruta de escape. La ansiedad y un nudo en el estómago la atenazaban; tanto era así que ni siquiera se percató del sutil brillo anaranjado que comenzó a emitir su brazalete.

—¡No nos hagáis daño!, ¡por favor! —suplicó.

(Tinnn…)

La sintonía del sonido con el entorno causó su efecto: de las entrañas del manto de hierba comenzaron a surgir millones de insectos. Las hormigas, los escarabajos y los ciempiés parecían acudir a la llamada en pie de guerra. De los árboles comenzaron a descolgarse miles de arañas.

De pronto el saltamontes, que había permanecido oculto tras ella todo ese tiempo, produjo un sonido especial, diferente a los tintineos que Elba había escuchado hasta entonces: era un sonido prolongando, una vibración armónica muy aguda similar al tañido de una diminuta campana. La vibración comenzó a oscilar con fuerza mientras el insecto se interpuso entre Elba y los cazadores. La muchacha observó atónita como su pequeño amigo se enfrentaba a ellos con un gesto amenazante de sus patas, mientras emitía aquel peculiar zumbido frotando sus plateadas alas como un grillo.

Los dos hombres se detuvieron asombrados ante aquel extraño insecto y titubearon sin saber bien cómo debían actuar.

La vibración que producían sus alas podía sentirse a través del aire, y el efecto se expandió por el suelo y por los árboles, transformándose en un temblor molesto para los oídos de Elba. Todos se quedaron estupefactos ante la actitud y el coraje que mostraba el pequeño contendiente.

(Tinnn… Tinnn…)

La sintonía del sonido con el entorno causó su efecto: de las entrañas del manto de hierba comenzaron a surgir millones de insectos. Las hormigas, los escarabajos y los ciempiés parecían acudir a la llamada en pie de guerra. De los árboles comenzaron a descolgarse miles de arañas. Las abejas, las moscas y los mosquitos comenzaron a revolotear frenéticamente alrededor de los dos hombres, que completamente apabullados y atosigados, comenzaron a dar manotazos al aire tratando en vano de espantar al ejército de bichos que les estaba atacando. No se percataron de lo que sucedía hasta que fue demasiado tarde para reaccionar y emprendieron la huida en dirección al río, con la esperanza de librarse de las picaduras y gritando de dolor.

Días más tarde los dos desventurados rastreadores fanfarronearían y exagerarían en el figón del poblado, acerca del terrible enfrentamiento que tan valerosamente habían despachado contra “la bruxa con cara de guaja que arrastraba una plaga a sus pies” y de la que milagrosamente habían escapado con vida.

Elba aprovechó el pequeño lapso de tiempo que los insectos le brindaron para recoger con sus manos el cuerpo inerte de la pequeña hada y emprender la huida en la dirección contraria a los cazadores. Avanzó durante horas sosteniendo al hada entre sus manos, atravesando la maleza sin mirar atrás, pues el miedo la impulsaba a seguir incluso cuando su respiración clamaba en contra. La huida transcurrió en dirección a la puesta de sol y no se detuvo ni un instante hasta que sus arañadas piernas colapsaron y no pudo evitar caer de rodillas. Incluso el mágico saltamontes parecía agotado por el esfuerzo.

El saltamontes se acomodó en el hueco de las manos de Elba y se recostó justo al lado del hada, parecía velar el sueño de su pequeña amiga.

Se acurrucaron en el suelo, entre las raíces de un enorme árbol y la muchacha, ciertamente preocupada, trató de dar calor al hada abrazándola contra su pecho. Exhaló su aliento cálido sobre el diminuto cuerpo.

—Vamos, despierta…

El saltamontes se acomodó en el hueco de las manos de Elba y se recostó justo al lado del hada, parecía velar el sueño de su pequeña amiga. Elba cayó rendida al cansancio mientras la secuencia de sucesos del último día se repetía una y otra vez en su mente. La terrible imagen del cuchillo del cazador y su malvada sonrisa la devolvían a la vigilia cada vez que se repetía aquel recuerdo. Terminó por dormirse poco antes del amanecer sin que el hada hubiese mostrado signos de mejora.

Durante las horas que preceden al alba, justo en el momento más oscuro de la noche, Elba trató de hallar en su memoria un recuerdo feliz que atrajese la luz de su alma y rememoró cómo aquel mismo día había sido capaz de sentir armonía con el calor del sol sobre su rostro; tras ese instante saciado de paz todo se volvía una carrera confusa por sobrevivir, llena de avatares que se escapaban a su control. No podía dejar de pensar que, además de su propio caos, ahora se sentía responsable del destino de aquella diminuta hada y su valeroso compañero el saltapraos.

“¿Cuándo lograré ser realmente yo?”. Aquella pregunta se repitió una y otra vez durante aquella noche.

 

(Continuará…)

 

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