… coinciden en Smalls Paradise una sola vez, pero ninguno de los dos llegará jamás a saberlo
Ese joven de pajarita,
frágil, con rostro de niño,
esperanza en los ojos y un universo
que tan solo podrá comenzar a esbozar,
se acerca a Smalls Paradise por primera vez.
Lleva un rosario de auroras
y un piano aprehendido entre rayos de sol.
En su boca un acento lejano con gula de hierba
y torsos que sueñan con sangre de pato
bajo una multiplicación.
Ese joven de pajarita se sienta en una mesa impoluta,
mantel blanco, una vela,
y toda la noche anda jaleo, jaleo,
entre todo ese bullicio encontró un ritmo maldito
que escribe y escribe con minúscula angustia
de ojos oprimidos,
de eclipse oscuro en el escenario
que se lleva y se arranca y se reescribe
y se empapa en lágrimas del Hudson
de poeta sediento, de poeta hambriento,
de poeta que vaga sin saber a dónde, cuándo, por qué, con quién,
demasiadas despedidas
y ningún adiós.
Escucha sin entender nada,
pero es el ambiente tan diferente a su Granada tórrida
el que le acoge y le da calor
como un abrazo cercano,
como los campos de cerezos de su tierra en flor.
Mientras, sobre el escenario,
una chica de quince años le canta al poeta,
y en esa voz cálida y tupida
cree ver el joven con pajarita,
cuatro columnas de cieno
que gimen por las inmensas escaleras del pequeño paraíso
en cuya voz, hecha gloria,
solloza ahora la aurora.