“La riqueza de un pueblo no brilla, se vive si vives en él”
Sus calles eran fanganosas por la cercanía de las ciénagas que abastecían de aguas insalubres a los pueblos aledaños, entre barro y hierba secada al atardecer las paredes de una humilde casa, era refugio de recuerdos de una familia.
La familia Amaranto, de poca presencia social pero bien querida entre el señorío por la disposición a cualquier hora sin apenas harina para llevarse; apenas un cuenco de madera para cinco hijos malnutridos y una esposa sin derechos.
Una aldea dedicada al ganado y cultivo del maíz para los señores de sellos de oro que vivían en la capital.
Sus padres Aurelio y María Asunción, recolectores de maíz para el señor de Dios, hijo de un español, cofundador de la aldea Miracielos, gobernador del estado de San Marcos, dedicaban sus horas a su disposición, dejando a sus hijos a la madurez de una infancia.
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