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miércoles 13, noviembre 2024

Mmm… cíparu

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Como suspendido en un limbo, presente en la nada desde donde surge un pensamiento traído de la mano del frescor característico de las tardes del otoño. Es el recuerdo de un concreto sabor.

Si bien es cierto que la naturaleza sigue su propio ritmo, ajena por completo a nuestros calendarios impostados, la transición se acelera y las primeras lluvias otoñales acarician los suelos un tanto resecos que agradecen, al igual que yo, un poco menos de calor.

En otoño se disfruta la belleza de los ocres y rojos entreverados con verdes que se niegan a irse, los frutos y otras viandas propias se reverencian con fervor casi religioso. En todo caso, lo notable de este momento de transformación hacia la época oscura del año es la narrativa del cambio y cómo su verbo, personajes y trama, desenlazan en una, si no la más, sustanciosa y opulenta estación.

Me voy a dejar ya de romanticismos.

Lo que interesa es el guisar, comer y vuelta a empezar. A fin de cuentas, es este un placer que, bien gestionado, aporta más alegrías que arrepentimientos.
Más allá de la maravillosa caza, las sabrosísimas setas, las avellanas, nueces y castañas, jugosos higos o manzanas, existen otros propios del otoño que han caído en el abandono de la, a veces, frágil memoria popular.

De estos, hay uno en concreto que me apasiona: el carápanu, carampano, carapu o cíparu (todos nombres en Asturias y alrededores). Lo que viene siendo el níspero europeo o nispolero y su fruto, níspola.

De nombre botánico Mespilus germánica, árbol o arbusto (no lo tengo claro ya que hay discrepancia entre autores) del que se ha aprovechado todo, no solo sus frutos. En Valencia, por ejemplo, se utilizaron sus hojas como ingrediente en fórmulas medicinales para tratar resfriados.

Su madera para combustible y fabricación de multitud de útiles, entre ellos látigos, mangos de paraguas o tableros de ajedrez (Erice, 2019). En estado natural, este vegetal tiene espinas, mientras que su variedad domesticada carece de ellos.

El fruto madura en la profundidad del otoño, debiendo comerse cuando su consistencia es floja y su carne torna hacia pulpa marrón que da la sensación de estar podrida. Tratar de consumir el fruto antes de llegar a este estado resulta desagradable debido a su astringencia.

De manera tradicional se han almacenado entre paja y flanqueados por manzanas para provocar su maduración. Al alcanzar el punto óptimo se vuelve azúcar, con un sabor que recuerda a la magaya resultante del prensado de la manzana durante el proceso de elaboración de la sidra. De textura pulposa y cierto toque alcohólico, satura con rapidez el paladar. Aunque quieras comer muchos no te lo lleva la lengua. La lástima es que no aguantan demasiado tiempo maduros y pronto comienzan a fermentar, avinagrar y perderse, volviéndose necesario llevar su formato natural al de mermelada u otros.

Ricos en carbohidratos y minerales, los carápanos se han utilizado, en ciertas zonas de Cataluña, con fines medicinales para tratar las diarreas. En Asturias y resto de Picos de Europa también como medicina, esta vez para el alma en forma de licor, sin olvidar su uso como aromático para vinos y, por evolución natural, vinagres.

Su morfología ha llevado a las gentes de antaño a inventar dichos sobre este fruto, como por ejemplo “Cinco oreyes y un pie, cíparu e.” recogido en varios concejos asturianos diferenciado tan solo por la gramática propia de cada zona.

Pese a que en nuestro país su consumo ha ido en continuado declive hasta casi su extinción, en otros lugares de la vieja Europa como en el Piamonte (Italia) aún mantiene su relevancia. Muestra de ello son los festejos alrededor del “Puciu”, coincidente con San Nicolao, celebrándose fruto y santo mediante una vigilia en la que los hombres, entre otras cosas, cocinan una contundente sopa.

Si no lo has probado, te invito a que lo hagas y descubrirás uno de esos sabores que permanecen dormidos en nuestra memoria genética. Por mi parte, que casi puedo escuchar como maduran, vaticino un agradable empacho.

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