Se sabe a ciencia cierta que en las aguas valdesanas se cazaban ballenas desde el año 1420, pero es posible que esta actividad se remonte a tres siglos atrás. Era una lucha a vida o muerte que requería mucha destreza y trabajo en equipo.
Hasta que los vascos iniciaron la pesca de la ballena, en Valdés sólo se aprovechaban estos animales cuando quedaban varados en la arena, aunque llevasen días muertos. Eso nos da idea de la valoración que se tenía de ellos y la riqueza que suponía cobrarse una pieza. Pero los vascos idearon un sistema para pescar ballenas desde las chalanas, y todo el mar Cantábrico se llenó de estos pescadores. La tarea no era sencilla y precisaba de gran arrojo, puesto que es fácil imaginar cómo se sentirían estos hombres en una barca a merced del animal que, aunque pacífico, reaccionaba golpeando violentamente con la cola cuando era arponeado y podía conducir la barca mar adentro o directamente volcarla. Las chalanas llevaban seis u ocho hombres: tres remeros a cada banda, un arponero y un timonel que también actuaba como segundo arponero. Desde las atalayas -que hoy siguen existiendo en los concejos, pero se emplean como miradores-, se oteaba el horizonte por turnos hasta dar con estos cetáceos. Los vascos idearon un sistema para pescar ballenas desde las chalanas y todo el Cantábrico se llenó de estos pescadores. Cuando estaban a la vista, la chalana salía con todos los cazadores, además de pertrechos, arpones, tabletas de boya y muchos cabos preparados para ser unidos rápidamente. En cuando el arponero alcanzaba a la ballena, ésta se sumergía, con lo cual había que atar rápidamente los cabos al arpón, a fin de alargar la cuerda y que la barca no se fuese hacia las profundidades con el animal. Paralelamente había que seguir remando y, si el cetáceo no estaba malherido, asestarle con las lanzadas para desangrarlo más. Para cansar a la ballena se enganchaban al cordel de arpones flotamientos de madera que agotasen al animal, sin olvidar la boya que señalase su posición cuando se sumergía e indicase a su vez quiénes eran los pescadores que la perseguían.
Si la noche llegaba en plena faena, era imprescindible llevar un farol para que las demás chalupas viesen el rumbo que se seguía. Cuando el cetáceo daba bramidos comparables a un trueno sordo, y levantaba la cola tres o cuatro veces, era cuando sabían que se hallaba moribunda.
Una vez llevada a tierra, la ballena era despiezada. La actividad febril requería hogueras encendidas y muchas personas separando y cociendo la grasa, que luego se convertía en saín y era almacenada en toneles y separada por calidades. La carne se cortaba y repartía. El reparto era sagrado: había que dar las aletas -y en algunos casos, parte de los flancos- a la Iglesia, después elegía el arponero primero y la cofradía, luego el atalayero y por último los descarnacederos.
Este es el recuerdo de una forma de vida que constituye el pasado de Luarca, pero también pone de manifiesto la importancia de preservar a estos bellos animales, que han visto dramáticamente diezmada su población desde que en 1868 se inventó el arpón explosivo para cazarlas. Se calcula que desde entonces han muerto casi dos millones de cetáceos y muchas de sus especies están en peligro de extinción. §