En el recuerdo de los muertos se ve la vanidad de los vivos. Reviso las fotos de cementerios, donde guardo monumentos caídos, ruinas del efímero poderío humano. Repaso la colección de esquelas curiosas, en las cuales quieren los herederos engrandecerse a costa del finado, recitando su larga lista de honores mundanos. Don Gerardo R. y G. había sido nada menos que “Arquitecto técnico, Caballero de la Gran placa de la Orden hispánica de Carlos V, Congregante esclavo del SS. Cristo de los Alabarderos, Vocal de los amigos del Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil”. Y por si no fuera suficiente, “apasionado del trial y del mountain bike”, amén de “marido, padre y abuelo ejemplar”. Descanse en paz, el ilustre ciudadano; tengo para mí que en el otro barrio no habrá menester de tanto título.
Quiero, en esta ocasión, fijarme en los nombres propios que aparecen en estas notas funerarias. En este último agosto despedían en Tudela Veguín a Don Solferino B.J. Antiguamente sólo se admitían denominaciones del santoral cristiano, así que busco por Italia algún San Solferino y no lo encuentro. En el pueblo de ese nombre se libró una cruenta batalla de 1859, entre las tropas del Imperio austrohúngaro y la confederación de revoltosos independentistas italianos. Tiene dos particularidades; la primera es que no hay acuerdo acerca de quién la ganó, aunque las fuentes italianas apuntan como gran éxito que “el ejército sardo actuó coordinadamente por primera vez”, y se considera el fin del dominio imperial. La segunda que, debido a lo sangriento de la pelea, tendría lugar la fundación de la asociación humanitaria de Henry Dunant que más tarde se llamaría Cruz Roja. A día de hoy aparece como único santo en la zona San Martino della Battaglia; apropiado apellido.
Siguiendo con los nombres curiosos de las esquelas, tengo una Doña Walquiria fallecida en Arriondas y una Doña Letrita, ciudadana lenense. Original también la costumbre de los padres del difunto Don Laudino V.F. que bautizaron a sus seis hijos con la letra “l”: El finado más Lourdes, Luis, Leontina, Lucinda y Lino. Que además eran de Langreo.
La gestión de nuestras vidas y de nuestras muertes parece topar siempre con la Iglesia católica, hasta el extremo que las despedidas laicas no abundan; escasean las familias que no hacen figurar la cruz en la nota de sepelio, y cuando lo hacen el automatismo del escribidor vulnera su sentimiento. Tengo en la colección la esquela de una señora con apellidos semíticos; con muy buen criterio, no aparece sobre su nombre el signo del crucificado, ni esa formulilla habitual de “confortada con los santos sacramentos y la bendición de S.S.”; sin embargo, la redacción de las honras fúnebres dice que “a continuación, su traslado al cementerio El Salvador, donde recibirá cristiana sepultura”.
No voy a traer la triste relación de recuerdos a los fusilados o “paseados” durante la feroz dictadura, -laico ejército perpetuado por sus familias a partir del 21 de octubre, cuando empezó la masacre en Asturias-, aunque sí me parece oportuno mostrarles otra delicada pieza de la colección; si bien tiene unos años, no está mal recordar que los masones fueron considerados por la propaganda oficial causantes de todos los males de la Humanidad, a la par que los judíos. Que fueran apareciendo a la luz fue seña de normalidad democrática; escondidas en nuestros cementerios pueden verse algunas (pocas) tumbas que en vez de una cruz tienen los símbolos tradicionales de los numerarios de las logias: mandiles, escuadras, plomadas, compases, triángulos…