Prólogo
Una tertulia cualquiera sobre el Camino de Santiago:
Contertulio 1. Es muy interesante porque nos iguala. Todos somos iguales, seamos lo que seamos. Todo son buenas palabras. Buen caminar. Se comparte…
Contertulio 2. No todos somos iguales. Solo el camino es igual.
Y he aquí, que esta sentencia me invita a reflexionar… Porque, me temo, que ni siguiera el camino es igual.
A partir de aquí, lo voy a llamar “la Caleya”, puesto que me resulta más sugerente y entrañable. Entonces la cuestión a plantear es: ¿cómo es la caleya de hoy, y qué queda de la caleya de ayer? ¿Qué echamos de menos de nuestro pasado en la caleya y qué similitudes se dan en el presente?
Para ello permanecemos atentos a los estímulos que nos salen al paso: el trino de los pájaros, el suave susurro del río, el olor de la tierra mojada, el olor a la hierba seca, la vuelta de las golondrinas, etc. Todo eso nos indica que paseamos por el mismo sitio, aunque sea en apariencia. Pero con imaginación y recuerdo logramos sentir lo que en su día hemos sentido, pero más allá de estas emociones quizá las similitudes no sean tales.
Primera observación: la caleya de flores y frutos
Partimos con la mejor intención al reencuentro con la Caleya, al descubrimiento de los cambios que se producen con el paso del tiempo. Y, de paso, al descubrimiento de nosotros mismos.
Y es que la caleya sigue siendo generosa, nos ofrece flores, como siempre ha sido. Me gusta, al paso, recoger un ramo de las flores que me brinda, especialmente la cicuta, que siempre nos lleva a Sócrates.
Pero la caleya también nos ofrece frutos; deliciosos frutos como son los miruéndanos y las moras. Recuerdos de cuando íbamos a la escuela; al paso, siempre nos deteníamos a coger esas fresitas silvestres, las engarzábamos en un tallo herbáceo y cuando se completaba los comíamos. Nunca en mi vida he dejado de hacer esta práctica. Año tras año visito algunas caleyas donde aparecen cada primavera, me encanta disfrutar, in situ, de su sabor. Los niños de hoy no se ocupan de tales prácticas y los padres, que quizás lo hayan hecho de pequeños, tampoco. O sea, ¡todos para mí!… ¡Es fantástico!
En esos momentos de disfrute para mí es la misma caleya, puesto que sigue en el mismo sitio y me ofrece los mismos frutos, no necesito más planteamientos.
En el fondo es como un divertido juego de búsqueda… y me aplico lo dicho por el filósofo Nietzsche, “En todo hombre hay un niño que quiere jugar”.
Los objetos tienen alma: el alma de nuestros recuerdos y el alma de la ilusión que depositamos en ellos, eso que muchas veces denominamos el valor sentimental.
Segunda observación: de moras y balagares
Recordad también las moras, otro fruto sabroso que la naturaleza nos ofrecía y ofrece. Las tardes de verano eran fantásticas cuando los niños nos reuníamos para recoger moras y luego convertirlas en un zumo que tomábamos felizmente: las pasábamos por un pasapurés y le añadíamos agua y azúcar. Aquel zumo estaba “de rechupete”, más que nada porque era el producto de nuestra elaboración, nuestras propias manos.
Pero aquellos praos entre los que transita la caleya estaban llenos de maraños, de cucos, de balagares y baras de hierba. Ahora las imágenes son otras, segadoras, tractores, emboladoras, etc. En definitiva, más máquinas, menos hombres.
Y seguimos avanzando con la nostalgia del paisaje cambiado…
Tercera observación: el espantapájaros, uno más de la familia
Si hay una figura que siempre me llamó poderosamente la atención y me pareció entrañable, esa es el espantapájaros.
Era como uno más de nosotros, alguien que colaboraba con nuestro esfuerzo, con nuestro trabajo, que permanecía en su puesto de vigilancia día y noche: erguido “como un palo”, nunca mejor dicho, se ataviaba con sombrero de ala ancha para protegerse de los rayos del sol.
El espantapájaros era una creación artística en la que cada cual elegía el cómo vestirlo, y para ello sacaba las ropas viejas, elegía la hierba para el pelo y un lazo para el cuello. Ya diseñado se le conducía a su puesto de trabajo, al huerto generalmente. Con esta función el espantapájaros tenía su vida. Pero llegaron los CDs y el espantapájaros quedó olvidado en un desván, el desván de la memoria.
El cantautor Ricardo Arjona lo recuerda en su canción, El espantapájaros, con cariño y nostalgia: “[…] Maldita suerte! / No pude siquiera moverme ese día /Quise decirle desátame de esta estaca /Que me amarra a este trigal /Y llévame junto a ti/ […] Pero nada pude hacer/ eso me pasa por ser un espantapájaros/ siempre solo […]”.
Y es que el espantapájaros de Arjona descubrió que tenía corazón y que podía sentir…
Y eso es de algún modo cierto porque los objetos tienen alma: el alma de nuestros recuerdos y el alma de la ilusión que depositamos en ellos, eso que muchas veces denominamos “el valor sentimental”.
¿Por qué no volver a elaborar un espantapájaros nuevamente para nuestras casas, y verlo orgulloso en los atardeceres?
El espantapájaros era una creación artística en la que cada cual elegía el cómo vestirlo, y para ello sacaba las ropas viejas (…). Pero llegaron los CDs y el espantapájaros quedó olvidado en un desván, el desván de la memoria.
Cuarta observación: la caleya iluminada
Hemos pasado ya la tarde, pero si nuestro paseo se alarga hacia la noche, las cosas también han cambiado profundamente. Es cierto que todo es más luminoso y más práctico con respecto a antaño, porque las caleyas ya son asistidas por las farolas y ya no hay charcos. Recordad aquellas noches, especialmente de invierno, en que uno debía salir con la linterna porque de lo contrario podía meter el pie en un charco, que abundaban, y cogerse una pingadura con la que ir para casa a calentarse en la cocina de leña.
El pavimento nos ha hecho la vida más fácil, eso no se puede negar, pero también nos ha separado de nuestras huellas. De modo que es bueno apañarse pensando que esas huellas no están perdidas, nuestros pasos están ahí, al abrigo del asfalto, y los pisamos cuando pasamos por los mismos lugares, aunque sea una cuestión de imaginación.
Final del camino: ¡Seguir siendo niños!
Y llegamos al final del camino, al final de la caleya donde recordamos otras muchas actividades que han ido quedando en el olvido, al menos tal como discurrían, los magüestos, las esfoyazas, fiestas familiares en las casas el día de la fiesta del pueblo y la gente caminando alegre con la ropa recién estrenada como decía Víctor Manuel: “Sube la neña que estrena zapatos, medias y un bolso”.
Todo contenido en la presencia de la ausencia.
Sin embargo, como decía líneas arriba mentando a Nietzsche, no debemos quedar tan solo en el recuerdo de lo que fue y de lo que fuimos sino reinventarnos para poder ilusionarnos de nuevo con nuestros proyectos vitales, como cuando éramos niños, como cuando éramos más jóvenes. De modo que salgamos a la vida a disfrutar, nuevamente, sin complejos, sin reparos, sin absurdas convicciones sobre la edad.
Salgamos a la caleya, esa que es metáfora pero que también es realidad y posibilidad. La posibilidad de volver a ser felices.
¡Hagamos lo posible! ¡Hagámoslo real!