Estamos en los últimos días de este año del que no vamos a olvidarnos fácilmente. Un año difícil en el que las circunstancias nos han obligado a aprender palabras nuevas: coronavirus, confinamiento, desescalada…, y otras muchas como pandemia o cuarentena; incluso términos médicos que se han hecho comunes en nuestras conversaciones: asintomático, intubar, remitir, EPI (equipo de protección individual) o Covid-19. Los epidemiólogos y virólogos han adquirido un protagonismo que nunca hubieran imaginado y, de pronto, la sociedad ha sido consciente de la importancia de estos ámbitos de la ciencia médica.
Este año nos ha trastocado la vida y nos ha puesto contra las cuerdas de algunas emociones como el miedo, la tristeza y la rabia. Cuando empezaron las primeras noticias sobre el nuevo virus, nadie creyó que el asunto nos iba a afectar; al fin y al cabo, lo que nos contaban sucedía muy lejos y los seres humanos solemos pensar que lo que acontece a otros, sobre todo si los percibimos muy distantes o diferentes, no tiene nada que ver con nosotros, así que no imaginábamos que pocas semanas más tarde estaríamos como ellos: confinados en las casas. En esos momentos, el miedo empezó a impregnar el ambiente. Miedo al virus que nadie sabía dónde estaba, pero miedo también por la incertidumbre y el desasosiego que alimentaban el exceso de noticias y las normas contradictorias.
Este año nos ha trastocado la vida y nos ha puesto contra las cuerdas de algunas emociones como el miedo, la tristeza y la rabia.
La tristeza apareció poco después, cuando los muertos se contaban cada día por cientos y sabíamos en qué condiciones fallecían: solos y sin la compañía de sus seres queridos. Quienes conocíamos a personas que habían estado en la UCI podíamos imaginar la angustia de ese momento, previo a la intubación, en el que el enfermo sabía que se lo jugaba todo a cara o cruz de una moneda invisible sobre la que ni siquiera tenía poder de elegir. Y ese proceso lo pasaba en la más estricta soledad. Había también tristeza por la cantidad de personas mayores que fallecieron solos en las residencias, alejados de sus familiares y, en algunos casos, sin recibir la atención necesaria. La tristeza impregnaba un ambiente que muchos intentaban obviar, desde las fiestas que seguían a los aplausos, hasta los medios de comunicación empeñados en edulcorar una realidad que, a todas luces, era dramática. Algunos tuvimos que reivindicar el derecho a sentirnos tristes por el drama que vivían muchos: enfermos y familiares en unos casos y personas que habían perdido el trabajo y veían cómo su vida se había desmoronado de repente.
La sensación de seguridad con la que habíamos vivido hasta entonces desapareció y entonces llegó la rabia, con la incertidumbre y la frustración. El futuro se había quebrado y no se podían hacer planes, no se podía viajar ni proyectar vacaciones. De un día para otro, todo se hizo más difícil, más complejo y, en medio de todo ello, muchos aprovecharon para introducir formas de proceder que dificultaban el desarrollo normal de cualquier cosa.
En estos años viajando y viviendo en África he aprendido que la esperanza es una forma de estar en los momentos difíciles, trabajando para mejorar el futuro, incluso no pudiendo verlo ni disfrutarlo.
Este año nos dejó sin fiestas, sin encuentros y sin abrazos, pero nos ha hecho conscientes de que somos vulnerables y que la incertidumbre forma parte de la vida; que el futuro es incierto siempre y que nada es seguro. Y esto es así con virus o sin virus; lo que pasa que vivimos en el olvido de esta verdad incontestable y con la soberbia de quien no se hace cargo de que un día ha de morir. Ojalá este tiempo nos ayude a amar la vida más que nunca, ahora que sabemos lo fácil que es perderla.
Este año 2020 se acaba y hay que afrontar el que viene con esperanza, pero no una esperanza pasiva. En estos años viajando y viviendo en África he aprendido que la esperanza es una forma de estar en los momentos difíciles, trabajando para mejorar el futuro, incluso no pudiendo verlo ni disfrutarlo. Este tiempo difícil nos proporciona algunas claves sobre aspectos esenciales de la vida que habíamos olvidado. Ahora hemos tenido la oportunidad de aprender que la salud es fundamental, que las personas queridas son un pilar imprescindible en la existencia de cualquier ser humano, que necesitamos los abrazos y la proximidad, que somos vulnerables y que formamos parte de una gran comunidad humana en la que dependemos unos de otros.
Mi deseo para el nuevo año es que aprendamos de lo que nos toca vivir, que sepamos desarrollar las estrategias más adecuadas para transitar por este momento de cambio y que incorporemos dos palabras muy importantes: generosidad y solidaridad, ambas imprescindibles para salir juntos de un atolladero como éste.