En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado a que una parte significativa del programa legislativo que plantea un gobierno venga precedido de un informe producto del trabajo de varios expertos, cuyas conclusiones anticipan en buena medida las propuestas que se transformarán generalmente en el correlativo proyecto de ley. A priori, la práctica parece saludable, porque al menos en apariencia refleja el interés en conocer al detalle el estado de la cuestión sobre la materia objeto de escrutinio para detectar las necesidades y alternativas y, en definitiva, para formarse un juicio completo antes de promover cualquier cambio de calado. Ahora bien, en la práctica, son varios los síntomas que nos advierten de un uso perverso y en ocasiones casi fraudulento del recurso a esta clase de consultoría externa, antes excepcional y hoy parte del paisaje de la actualidad.
Por una parte, desde el punto de vista institucional, no deja de esconder la traslación de una fase de carácter deliberativo a un momento anterior al trámite legislativo, vaciando éste de parte de su contenido. De la discusión parlamentaria, concebida para que en élla tuviese lugar, con un ritmo adecuado pero con la profundidad necesaria, el contraste entre pareceres y la evaluación de las opciones de política legislativa, se sustrae en la práctica esta tarea analítica, para que el parlamento sea como mucho caja de resonancia de los principales motivos de discrepancia. Consiguientemente, en época de mayorías absolutas como la actualmente imperante en las Cortes Generales, se sitúa al legislativo en una posición subsidiaria y básicamente de mero refrendo de los proyectos de ley o de convalidación de decretos-leyes a los que, además, se acude con evidente abuso. Si al trabajo de los expertos siguiese un recorrido parlamentario rico y reflexivo, el escenario sería bien distinto; pero lamentablemente lo que se persigue es un aval cualificado a un proyecto legislativo con evidente deseo de que sufra los menores avatares parlamentarios posibles.
No puede reducirse a un debate que se presenta como supuestamente técnico y neutral lo que tiene que ser, por su propia naturaleza, objeto de decisiones esencialmente políticas que conciernen a toda la sociedad.
A esta disfunción se une, igualmente, el inevitable menoscabo que el recurso a los grupos informales de expertos provoca en la funcionalidad de los numerosos órganos de carácter consultivo constituidos, que teóricamente son los que están regulados en nuestro ordenamiento jurídico no sólo para cubrir el trámite de emitir un dictamen y, como mucho, alertar del carácter temerario de algunas propuestas (el último ejemplo lo tendríamos con el informe del Consejo de Estado sobre el Anteproyecto de Ley de Reforma Local), sino también para intervenir facultativamente y en todo caso para enriquecer cualitativamente la fase de elaboración de un proyecto de ley o de una norma reglamentaria.
Por otra parte, la labor de los expertos está, como hemos visto en múltiples ejemplos, fuerte e intencionadamente condicionada por múltiples factores. Lo está por el gobierno que delimita –y no de forma gratuita- el objeto de su estudio y que por lo común selecciona quien formará parte de dicha comisión; por la discutible pluralidad en su composición, con la que habitualmente pretende sentirse suficientemente cómodo el titular de la cartera que promueve el estudio; por el legítimo cuestionamiento de la representatividad que, pese a las generalmente brillantes hojas de servicios y nutridos currículums de los componentes, tengan éstos a la hora de reflejar las diferentes corrientes de los potenciales expertos de la profesión predominante (economistas, juristas, pedagogos, etc.); y, sobre todo, lo está por la poco disimulada intención de que sus conclusiones sostengan en lo esencial lo que ya ha dejado caer que desea el gobierno que les invoca, con la esperanza adicional de que lancen algún globo sonda para testar la reacción de la opinión pública a las medidas más polémicas (generalmente, en los tiempos que tocan, por la pérdida objetiva de derechos que suelen comportar).
En este contexto, sin quitar un ápice de interés, mérito y buena voluntad –que se presupone- a los que ponen su esfuerzo en integrar esta clase de comisiones de estudio, procede tomar una cautelosa prevención respecto al sentido de esta frecuentada práctica. La experiencia de los últimos meses, en casos como los grupos de expertos sobre la reforma de las pensiones, de la demarcación y planta de la justicia o de la educación superior (y lo que se teme que suceda respecto a la comisión a la que se ha encomendado el estudio de la reforma tributaria), no ha sido particularmente edificante, porque en muchos aspectos han sido utilizados, a veces con escaso decoro o con evidentes lecturas sesgadas, para revestir de carácter técnico, aparentemente más elevado que el sello de la denostada política, decisiones que en gran medida ya se han gestado, al menos en sus elementos principales. Al final, cabe recordar lo que parecería obvio: no puede reducirse a un debate que se presenta como supuestamente técnico y neutral lo que tiene que ser, por su propia naturaleza, objeto de decisiones esencialmente políticas que conciernen a toda la sociedad y que, por lo tanto, jamás serán asépticas ni mero material de estudio teórico.