Durante años la izquierda europea y latinoamericana ha crecido cultivando una profunda desconfianza hacia la política exterior norteamericana, y sus argumentos cabales tenía para este recelo.
Las decisiones de los gobernantes de EEUU y la posición de los intereses que los sostenían han tenido durante muchas décadas, especialmente en los tiempos de la Guerra Fría, consecuencias perniciosas para el desarrollo socioeconómico de países situados bajo su directa influencia, en ocasiones obligados a soportar un estatus subalterno y a sobrevivir a gobernantes tutelados o impuestos desde los centros de poder de la superpotencia. Aunque tuviese una vocación defensiva frente al avance de alternativas hostiles, el movimiento de piezas en el tablero durante los años previos al derrumbe del bloque soviético significó apoyar golpes de Estado, sostener dictaduras aberrantes, sofocar las veleidades democráticas o, en el mejor de los casos, mirar hacia otro lado ante aliados poco presentables. Por eso es tan distinta la visión que de la participación en la OTAN, de la presencia militar norteamericana o de la retórica de guardián de la libertad se ha tenido hasta hace poco en diferentes países, según la historia de sus relaciones con EEUU. Así, mientras en Chile o Guatemala, por poner dos notables ejemplos, tal evocación iba indisociablemente ligada a los golpes militares frente a Allende y Arbenz, y en España era inevitable pensar en el rescate del Franquismo ante los ojos del mundo protagonizado por Eisenhower, en los países de Europa Oriental que recuperaron su plena independencia a partir de 1989 es otra –mucho más positiva- la mirada sobre el papel norteamericano.
Los tiempos que vivimos son muy diferentes porque el periodo de total hegemonía de las dos últimas décadas va dando paso, y no por decisión propia de la potencia hasta ahora predominante, a un mundo multipolar en el que otros países ganan pujanza y limitan a su vez la de EEUU. Sobre el papel es un escenario deseado, más proporcionado y coherente con la legítima función que, por población, territorio o dinamismo económico, las nuevas potencias están llamadas a desempeñar en el concierto internacional. La adaptación pendiente de las organizaciones internacionales nacidas tras la II Guerra Mundial –empezando por la propia Naciones Unidas mientras el Consejo de Seguridad no se reforme- o la crisis de algunas conferencias de líderes –el G-8 venido a menos- es buena prueba de este irreversible movimiento de fondo.
Que otros países vayan a estar en condiciones de relevar en el liderazgo internacional a las ajadas democracias occidentales no necesariamente significará garantía de armonía, progreso y estabilidad.
Pero de la bienintencionada teoría de que el florecimiento de otras potencias traería mesura, cooperación y respeto a la legalidad internacional, a las amargas realidades de nuestro tiempo, media la cruda constatación del papel que alguno de los poderes emergentes se encarga de ejecutar. Como nos recuerda el sistema dictatorial chino, la democracia controlada y de baja calidad rusa, o la escalada en la depredación de recursos naturales auspiciada o al menos asumida como inevitable en India, Brasil o Indonesia, que otros países vayan a estar en condiciones de relevar en el liderazgo internacional a las ajadas democracias occidentales -cuya cuidada hipocresía ya nos resulta tan familiar- no necesariamente significará garantía de armonía, progreso y estabilidad.
No obstante, dado que el irremediable proceso de cambio está aún en curso, la comunidad internacional y, sobre todo, la naciente sociedad civil transnacional todavía está a tiempo de reivindicar una gobernanza global basada en valores de progreso colectivo, evitando la sustitución de una hegemonía nociva por otras que quizá no vayan a resultar mucho mejores. Por el contrario, si el reequilibrio mundial y el ascenso de los nuevos países se tiene que hacer a costa de despreciar cualquier restricción medioambiental, competir con condiciones de trabajo paupérrimas, fomentar el autoritarismo y el nacionalismo exacerbado, reprimir ferozmente a la disidencia interna, sostener regímenes abyectos de países bajo su órbita, admitir la inacción ante crisis humanitarias monstruosas, alentar la carrera armamentística, excitar conflictos regionales sobre los que ejercer de árbitro o reverdecer ensoñaciones expansionistas de origen histórico difuso, quizá llegue un día en que acabemos echando de menos los tiempos de heroica denuncia del viejo conocido «imperialismo yanqui».