En los últimos tiempos ha hecho furor la denominación «clase política» para referirse a la dirigencia de los principales partidos políticos, los responsables públicos y los representantes de la ciudadanía en Cortes Generales, asambleas legislativas de Comunidades Autónomas, ayuntamientos, etc.
El término no es precisamente novedoso, pero ahora ha alcanzado tal grado de difusión que es empleado constantemente a todos los niveles y no digamos ya en los medios de comunicación. Incluso parte de los propios interesados lo utilizan para referirse a sí mismos, ya sea con la crudeza que comporta hablar de «clase» o con la versión más liviana pero con igual carga de profundidad que viene de la mano de la referencia a «los políticos», como segmento identificable y diferenciado del resto.
Las palabras, como sabemos, no son inocuas, en su contexto y con su sentido. Las connotaciones del término «clase» son muy significativas porque alude a colectivos con intereses contrapuestos, evoca el conflicto e introduce en una misma bolsa (burbuja, podría decirse en este caso) a los que se engloban bajo esa categoría, por antagonismo con el resto. Efectivamente, cada vez que machaconamente se hace referencia a la clase política, instalando a martillazos tal noción en el ideario colectivo, se agranda una división entre representantes y representados y, como profecía autocumplida, profundiza en el recelo con el que una mayoría social observa el juego político y el funcionamiento del sistema parlamentario actual.
De nada servirá alertar de los peligros de la antipolítica si los que creemos en la viabilidad de la democracia representativa no somos capaces de constatar las múltiples carencias de su construcción actual, pocas de ellas enmendadas, que son las primeras en ponerla en riesgo de colapso.
El terreno está, por lo tanto, abonado para el inquietante populismo, que crece tanto dentro como fuera de las propias instituciones del sistema. Pero es también campo abierto para el necesario replanteamiento de disfunciones aparentemente inamovibles, si prosperase una agudeza política que hoy por hoy brilla por su ausencia. Porque ante el reto que supone la crisis de confianza en el método representativo actual, de poco sirve acusar a poderes supuestamente ocultos de agitar las aguas con el interés espurio de debilitar el marco de organización política vigente, si no somos capaces de advertir la existencia de causas reales y justificadas en el distanciamiento de la ciudadanía con el sistema que aspira a canalizar a sus aspiraciones. Y es que motivos justificados hay para el escepticismo, cuando los partidos políticos ponen en segundo plano su mandato constitucional de ser instrumento fundamental de participación, cuando la resignación domina la escena, cuando al cuestionamiento del papel de los representantes públicos se responde con la descalificación de base –o la represión pura y dura- del que critica, cuando cualquier invocación del sacrificio esconde una condena a la depauperación y cuando algunos gestos de supuesta comprensión de los efectos de la crisis económica esconden un cinismo insoportable en quien no conoce, ni de lejos, el impacto de las medidas adoptadas en la vida de millones de personas reducidas a la condición de cifras en las estadísticas.
De nada servirá alertar de los peligros de la antipolítica si los que creemos en la viabilidad de la democracia representativa no somos capaces de constatar las múltiples carencias de su construcción actual, pocas de ellas enmendadas, que son las primeras en ponerla en riesgo de colapso.