La idea de progreso que, al menos en teoría, anima la acción política de la izquierda, tiene entre sus términos paradigmáticos el ‘cambio’, es decir, la transformación de la forma de organización social, de distribución del poder o de ordenar la actividad económica, entre otros aspectos, de forma que se consiga una aproximación al objetivo igualitario y se garanticen los derechos de las personas que se consideren dignos de protección. Los viejos debates de la izquierda y los ejemplos de la historia nos muestran las distintas estrategias para propiciar ese cambio, las virtudes y defectos de su gradualidad o radicalidad, la deformación de ideales y práctica y los intentos fallidos acabados en verdaderas pesadillas. Subyace, en todo caso, y con las distintas etiquetas y adscripciones posibles -en ocasiones confrontadas- la aspiración al progreso que define transversalmente a la izquierda y que permite agrupar, de una forma algo indefinida, a la izquierda no dogmática (aquella que respeta el proceso democrático y no admite la anulación de la libertad personal) bajo la identificación de «los progresistas», que a veces se emplea un tanto a la ligera.
Conservar el estado de cosas ha tenido, con razón, bastante mala fama y menos predicamento popular, aunque más resortes de poder real acumulado, sobre todo en el ámbito económico. En el contexto democrático, sólo por cierto apego a la tradición o por una desvergonzada declaración de principios persisten las denominaciones autocalificadas como «conservadoras». Sin embargo, hay cosas que merecen ser conservadas y no deberían doler prendas en declararlo así, sobre todo cuando se trata de preservar determinadas conquistas colectivas que hoy están en juego de una manera crítica. Conservar no es, por lo tanto, patrimonio de la derecha, dependiendo de cuál sea el bien que se quiera cuidar.
Hay cosas que merecen ser conservadas y no deberían doler prendas en declararlo así, sobre todo cuando se trata de preservar determinadas conquistas colectivas que hoy están en juego de una manera crítica.
En Asturias, por ejemplo, bien podríamos ser «conservacionistas» o «conservadores», según el caso, cuando se trata de proteger nuestro entorno natural frente a determinados intereses económicos que lo consideran un estorbo (como vimos con toda su crudeza durante el espejismo de la burbuja inmobiliaria, aunque aquí tuviese menos intensidad) o cuando lo que se debate es si nos podemos permitir nuestro sistema de políticas de protección social. Asturias, que tiene mucho de lo que enorgullecerse -pese a los múltiples problemas- cuando de servicios públicos y apoyo a las personas se habla, puede ser conservadora en esta materia por el mero hecho de combatir a quienes miran hacia la sanidad o la educación públicas, por poner un caso, como un gran negocio que asaltar, mercantilizando las prestaciones y suprimiendo cualquier vocación igualitaria. Hoy por hoy, sufriendo la oleada involucionista que considera las políticas de redistribución un quiste a extirpar para que el capitalismo alcance una dimensión plena, y padeciendo las crecientes dificultades de gestión de los servicios públicos, el objetivo más ambicioso, al menos de momento, es la conservación de lo logrado. Pura resistencia, en fin, en estos tiempos oscuros.
Conservadores, en todo caso, en el objetivo de preservar lo que merezca la pena; pero no en los métodos ni en la praxis, aspecto en el que la izquierda abierta no debe conformarse ni adormecerse. La sociedad asturiana no podrá mantener un nivel apreciable de calidad de vida y una razonable amplitud de las políticas de cohesión social sobre una base similar a la de las últimas décadas. Ni la solidaridad territorial ni los fondos europeos ni el aporte de las pensiones superiores a la media estatal serán las mismas –ya no lo son, de hecho- y todo dependerá en buena medida de nuestra capacidad de combinar nuestros estándares de políticas sociales y medioambientales y mantener nuestra defensa de los servicios públicos, con la consecución de un dinamismo económico imprescindible, porque sólo de la actividad productiva procede la recaudación tributaria de la que se nutren los presupuestos de las Administraciones. De este modo, habrá que cambiar, sí -y mucho-, porque aunque el esfuerzo realizado ha sido enorme (no en vano hemos pasado simultáneamente crisis profundas en el modelo económico y hemos salido vivos del proceso) y pese a que algunas cosas van por buen camino, estamos lejos del nivel de actividad necesario para hacer sostenible y duradero nuestro modelo de políticas inclusivas y de bienestar.