En este mundo de contrastes en el que vivimos, en ocasiones las dos facetas de un mismo fenómeno son negativas. Las tensiones globales asociadas (entre otros muchos motivos) a la superpoblación, no nos resultan ajenas, porque la incidencia de los conflictos asociados a la competencia por los recursos o los efectos medioambientales, consecuencia del éxito de nuestra especie, tienen impacto global y de ello no se libra una región, por alejada de los centros neurálgicos que nos parezca, como podría ser el caso de Asturias.
Al mismo tiempo, nuestra Comunidad experimenta cada vez con más fuerza, un fenómeno demográfico de enormes consecuencias, porque el crecimiento vegetativo negativo se viene produciendo de manera continuada en los últimos años (-6,79‰ en 2015); el envejecimiento afecta ya considerablemente a la forma de vida y a la actividad económica, siendo más del doble la población superior a los 64 años que la menor de 16 (índice de envejecimiento de 206% en 2015); y el saldo migratorio neto es negativo también desde unos años a esta parte (-1,11% en 2015). En un mundo de megalópolis y crecimiento de la población hasta límites que no solo inquietan a los malthusianos (de 910 millones en 1800 a 7.300 en 2015), en Asturias perdemos población desde 2009, sumando a los desequilibrios precedentes la fuerte incidencia de la crisis.
A pesar de sus múltiples encantos y una calidad de vida reconocida (que estará cada vez más en riesgo, si no hacemos el modelo sostenible), Asturias no tiene capacidad suficiente para atraer población y la natalidad se ha convertido en un bien precioso, por su escasez, tanto por la ordenación de prioridades de las personas en nuestro tiempo (proceso entendible y propio de la libertad de cada uno), como por las dificultades de quienes sí desearían tener descendencia, pero no encuentran la seguridad económica y confianza en el futuro que van asociadas a una maternidad y paternidad conscientes y planificadas. Efectivamente, a diferencia de las generaciones anteriores, para las que tener hijos era una consecuencia de la vida en pareja que se daba casi por sentada, hoy -y generalmente, por fortuna- la decisión es, por lo común, fruto de un proceso en el que, a la voluntad personal de tener descendencia sigue una evaluación meditada de la situación y de las perspectivas para los años siguientes, teniendo en cuenta la estabilidad personal, las circunstancias económicas y los apoyos familiares y sociales.
Sin población suficiente en edad de trabajar y sin dinamismo social y económico no habrá políticas inclusivas ni servicios públicos que aguanten
De ahí que el ambiente económico y su incidencia en la vida personal sean determinantes, aunque también influyen las políticas de apoyo a la natalidad, los incentivos fiscales, los servicios públicos y singularmente aquellos que dan soporte familiar. La adquisición de conciencia política del problema de primer orden que comportan los desequilibrios demográficos, empieza a poner este asunto en la parte alta de la agenda institucional, aunque quizá no con la intensidad que se debería dada la proximidad temporal de los efectos más negativos. Sin población suficiente en edad de trabajar y sin dinamismo social y económico no habrá políticas inclusivas ni servicios públicos que aguanten.
De lo que se habla menos, en todo caso, es de las actitudes sociales hacia la maternidad y la paternidad, sobre todo las que corresponden a otros distintos de uno mismo. Es curioso que, a pesar de un discurso oficial favorable a la natalidad, y aunque el nacimiento de una nueva vida siga inspirando los mejores deseos del entorno, se apague rápidamente la comprensión y el ánimo colectivo hacia madres y padres que tienen la responsabilidad primera de educar y velar por su hijo hasta que tenga la posibilidad de emanciparse. Por poner un caso patológico, vemos cómo la consideración máxima que se otorga al disfrute del tiempo libre y a desprenderse de lo que se considera incómodo, está llevando a algunos extremos que proscriben la presencia de niños en determinados restaurantes u hoteles, porque lo «sofisticado» es vivir en un entorno alejado de críos que preguntan, juegan, meten ruido o demandan atención; aunque en no pocas ocasiones son mucho más molestos algunos adultos abonados a la mala educación y al griterío de estilo talk show. Cierto infantilismo en alza, paradójicamente, considera cool una vida aislada de todo lo que tenga que ver con el cuidado y presencia de los niños, proscribiendo su presencia en determinados espacios -que serían perfectamente adecuados para ellos- de forma abiertamente discriminatoria y carente de toda empatía con madres y padres. Es una tendencia que va a más y es reveladora de un estado de cosas que nos habla del escaso valor social que otorgamos en última instancia a la maternidad y la paternidad, como si pudiese haber un futuro común sin relevo generacional.