El ideal de progreso propio de las sociedades occidentales nos ha hecho caer, en ocasiones, en una confianza excesiva en la consecución lineal, continuada y sin fin de avances colectivos. La esperanza de que, aún con los altibajos correspondientes, los logros de la razón, las luchas sociales y el esfuerzo común de la mayoría depararían resultados identificados con la modernidad, la democracia, el bienestar material y el respeto a los Derechos Humanos, no siempre, sin embargo se cumple, porque nada asegura la asunción de esos principios cuando entran en liza con otros valores que demuestran impulsos más poderosos. De este modo, conquistas que se entienden asumidas, entre ellas el sistema de derechos y libertades al que decimos aspirar, están en riesgo si no se defienden con fortaleza y se ejercen con inteligencia; y, sobre todo, si no se interioriza por todos que no son un patrimonio imperecedero y que las alternativas suponen el regreso al oscurantismo y la dominación.
En los últimos años, las amenazas a los fundamentos últimos de los Derechos Humanos se han multiplicado. No se trata sólo -como ha sido frecuente en la historia reciente- de la cínica supeditación de éstos a otros objetivos económicos o estratégicos, o a la mera ambición descontrolada de una persona o grupos de personas. Ahora lo que se combate de frente es la propia naturaleza y concepción de los derechos que se atribuyen a una persona en cuanto tal, en sus vertientes individual y colectiva. Se cuestiona la base sobre la que pretendemos levantar y sostener el edificio de sociedades abiertas y se hace en nombre de verdades reveladas y teóricas tradiciones culturales, a las que, por su origen superior y ancestral, se otorga prevalencia a cualquier otra clase de criterio. La disputa no es nueva y, de una manera u otra, ha estado presente en toda la trayectoria histórica de Occidente, pero la virulencia de la controversia nos retrotrae a situaciones que creíamos superadas desde hace tiempo.
La tradición ha operado, históricamente, como forma de transmisión de valores y conocimientos, pero también de limitaciones, miedos y tabúes. Está claro que nada puede construirse desde el vacío y todo tiene sus antecedentes; la propia conquista de la dignidad de las personas es una larga marcha, a menudo tortuosa, hasta que fragua la noción de los Derechos Humanos y el Estado de Derecho y se articulan formas de organización social capaces de llevar a la práctica -aun con enormes imperfecciones y en revisión permanente- un orden que aspira a estar basado en tales principios.
La tradición ha operado, históricamente, como forma de transmisión de valores y conocimientos, pero también de limitaciones, miedos y tabúes.
Y, desde luego, hay saberes y costumbres tradicionales cuya erosión o abandono nos hacen menos humanos o más pobres. Pero, por lo común, con la invocación de la tradición lo que se pretende consolidar, o a lo que se pretende regresar, es a un estado de cosas en el que determinadas formas de sumisión se manifestaban y legitimaban en toda su vigencia. Por ejemplo, se apela a la tradición y las particularidades culturales para defender el confinamiento de las personas por su nacimiento a unas u otras funciones sociales; para atribuir a mujeres y hombres roles diferenciados caracterizados por la inequidad; para permitir –en diferentes ámbitos, no sólo el político- el uso de la autoridad heredada o investida de forma no democrática para la imposición de normas; o para resituar en el epicentro de la organización social determinadas creencias religiosas, proscribiendo otras o denostando la ausencia de éstas, incluso considerando a quien se aparta de ellas objeto de justo castigo.
Lo novedoso de estos tiempos es que, como forma de respuesta a lo que se consideran injusticias o afrentas que se padecen cotidianamente, en lugar de la búsqueda del progreso se vuelven los ojos hacia determinadas tradiciones, de perfiles difusos, habitualmente sometidas a la simplificación y la manipulación consciente o al dictado de gestores del canon de corrección conforme a dicha tradición que, además, se asimila directamente con la identidad, lo que la excluye de ser objeto de cualquier escrutinio crítico. Si a esto se suma la pérdida de atractivo del ideal democrático, que se muestra carente de interés para quien se siente excluido de sus avances, el resultado de esta combinación es el triunfo de las ideas reaccionarias. Y, en el peor de los casos, el fanatismo y la desestabilización que comporta.