“Hacer atletismo” en los años setenta era llorar y en un pueblo, las más de las veces, afligirse de por vida; lo que hoy entendemos por práctica, o entrenamiento de atletismo, directamente no existía. En el colegio -Frailín de La Felguera- empezaban las clases en abril, a fin de alcanzar cierta forma en los exámenes de junio, para llegar desentumecidos y de cara a otras cosas que no fueran correr directamente: nos examinaban de lanzamiento de peso, salto de longitud y altura y, carrera de ochenta metros, alguna vez salto de plinto o potro. Las “clases”, los lunes por la mañana, una hora antes de la entrada normal: a las ocho, siempre y cuando que las inclemencias meteorológicas lo permitiesen.
Saltábamos altura en mitad del patio y sin colchoneta o algo parecido que pudiera amortiguar los culazos. El peso se lanzaba en unas aulas abandonadas a la izquierda del mismo, contra la pared, igual que hacían los lanzadores de jabalina finlandeses, pero estos porque la nieve se lo impedía realizar al aire libre. El plinto o potro, en el mismo patio y la carrera en la empedrada calle -hoy Matías F. Bayo- que no tenía asfalto, una especie de suelo duro y compacto mitad arrabio y la otra mitad arenón y piedras.
En el instituto teníamos un gimnasio, humilde, con más carencias que abundancias, una barra de la que colgaban dos ruedas de vagoneta minera y que oscilaban y se caían.
Los exámenes eran en el Instituto Jovellanos -nuevo- de Gijón y un buen día, como anécdota, por desgracia llovía y entonces los profesores encargados del examen decidieron que todo el curso debíamos realizar los ejercicios dentro del polideportivo. Gimnasia sueca le decían, que si tendido supino, que si media vuelta a la derecha, inclinación lateral derecha a tocar con los dedos… bla, bla, bla… suspendimos más del ochenta por ciento de los alumnos de sexto curso, los del 69/70. En septiembre fue otra cosa; aquel día hizo sol -o los profesores fueron compasivos- volvimos al aire libre y a la pequeña pista de atletismo y a correr y saltar, a lo que estábamos acostumbrados los chavales que vivíamos en los pueblos a más de dos kilómetros de distancia de la “base” y hacíamos el recorrido cuatro veces al día, corriendo tres y una -la de la mañana- en alegre charla.
El paso al IES Jerónimo González fue una experiencia inolvidable. Había clases de gimnasia tres veces a la semana -por las tardes habitualmente- y obligatorio para todos hasta el sexto de bachillerato e impartidas por Don Fernando Montes. Los de Preu no teníamos, se conoce que de cara a la universidad no era necesario mantener la forma.
Había un equipo de atletismo, de los mejorcitos de Asturias, que se integraba en la OJE de Sama y su vez era el núcleo duro del OJE Asturias, que junto al Ensidesa de Avilés y Revillagigedo de Gijón, las “daban todas”. Con todo, era un equipo de “cojos” en el sentido de especialidades, pero con cuatro velocistas buenísimos: Javi Ordax, Mánuel Rodríguez, Ángel Cadenas y Chema Polón… un poco más lejos el que escribe, buen saltador de longitud y altura y enamorado del hexatlón, y con cuatro fondistas excelentes: Toni Mazola, Mariano, César Mortera y Yulbri, a los que se unió un poco más tarde Manolín Cuesta, un todoterreno de La Juécara que hacía un cuatrocientos o un cinco mil con la misma soltura. Ocasionalmente se unía Ángel Cancio -un gran jugador del buenísimo equipo de balonmano- que lanzaba jabalina y Pepín el Manco de les Pieces que también lanzaba jabalina, pero en categoría superior, y un par de años más tarde se incorporó Julio Pérez Cuesta, un grande del atletismo que alcanzo un campeonato de España. Los demás éramos críos de entre dieciséis y diecisiete añinos, como diecisiete cartuchos de dinamita.
Pero en el instituto teníamos un gimnasio, humilde, con más carencias que abundancias, una barra de la que colgaban dos ruedas de vagoneta minera y que oscilaban y se caían. Unas barras paralelas de gimnasia artística, unas anillas de las cuales nos colgábamos como monos sin saber más que hacer, unas espalderas y varios balones de baloncesto, vóley y fútbol.
También duchas casi siempre con el agua fría y digo casi porque muchos días faltaba el agua y el recurso estaba en casa de cada cual. A la salida del gimnasio, la escombrera de los Llerones (hoy colegio José Bernardo) llegaba hasta Ciaño. Tierra todo el año y charcos de octubre a mayo y un poco más allá de las vías del trenecillo, unos prados particulares cuyos propietarios nos dejaban entrenar a los velocistas. La solución a las duchas seguía siendo la misma.
Ahí dio comienzo todo, hace ahora cincuenta años como cincuenta petardos, que el tiempo jamás pasa de balde.