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jueves 28, marzo 2024

Falacias del nuevo conservadurismo

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Un buen número de los eslóganes que veremos repetidos en los próximos meses, entre las ofertas que se expondrán en el ciclo que se abre con las elecciones autonómicas del próximo mes de mayo, irá dirigido a establecer –indirectamente- una contraposición, profundamente interesada, entre el dinamismo y actividad de la sociedad frente al sistema público, incluyendo en éste, y como objeto de crítica, no sólo el aparato administrativo y la estructura encaminada a la prestación de los servicios, sino también las propias regulaciones que pretenden servir a los objetivos de las políticas públicas.
Expresada de forma más tosca, pero eficaz en estos tiempos de simplificación, hemos visto esta idea recogida en el lema “Más sociedad, menos gobierno” de la precampaña del PP, y en su empeño por desacreditar en su conjunto la acción estatal. No es precisamente innovador este discurso, ya que procede de la ola conservadora impulsada por Thatcher y Reagan en la década de los 80, resumida en la filosofía “el Gobierno no es la solución a nuestro problema, el Gobierno es el problema”, enunciada por este último; enlaza con la práctica de Bush Jr. y los neocons; y conecta con el más cercano éxito de David Cameron en las elecciones legislativas británicas de 2010, bajo la bandera de la Big Society.
La táctica y la consigna son conocidas; también los efectos inmediatos de las fórmulas que aplica: reducción de la protección social y de los derechos de los trabajadores, vía libre a las prácticas especulativas y a la plena desregulación del mercado, retirada del sector público de la provisión de servicios y reducción de los instrumentos de intervención de la Administración. Contrariamente a lo que sería esperable en un recetario sinceramente liberal –etiqueta distorsionada por el enorme abuso que del término se hace-, suele acompañarse esta práctica política con una tendencia hacia estilos autoritarios, populismos nacionalistas y maneras agresivas, en particular cuando las cosas se tuercen, y para muestra los postulados que se gastan los defensores de esta nueva ola conservadora en, por ejemplo, política exterior, familia, medio ambiente, igualdad entre hombres y mujeres, inmigración o derechos de las minorías, materias en las que se plantea, abierta o subrepticiamente, la revisión de los avances conseguidos en las últimas décadas.
Lo que hace a una sociedad más pequeña, desestructurada y débil no es necesariamente el tamaño de su gobierno o el radio de acción de los poderes públicos, sino, entre otras causas, la injusticia social desaforada. Lo que es diferente en esta ocasión, sin embargo, es el contexto en el que se pretende la aplicación de este modelo. A resultas de la crisis económica, del desequilibrio de las fuerzas del mercado y del repliegue del Estado, el entorno es mucho más favorable para la ejecución de la agenda conservadora, que además encuentra, en los países occidentales, resistencias debilitadas: insuficiente continuidad en los movimientos sociales, sindicatos desgastados, desorientación en la socialdemocracia para ofrecer políticas sustancialmente diferentes, etc. La filtración del pensamiento dominante, hasta arraigar en sectores sociales que resultan perjudicados por éste, es propia de un escenario de ausencia de alternativas, en el que, a fuerza de repetición y servidos de la fuerte implantación en los medios de comunicación, se ha instalado una actitud favorable para aplicar su programa.
No obstante, nada de esto esconde el sofisma sobre el que se sostiene la construcción teórica del nuevo conservadurismo. Argumentar que la limitación del poder público implica automáticamente un mayor margen de actuación y nuevos incentivos para la iniciativa de la sociedad parte de una diferenciación entre estos dos ámbitos que es totalmente falsa, máxime en sistemas democráticos; supone asumir, sin ninguna prueba que lo acredite, que los recursos que el primero utiliza, si deja de requerirlos, inmediatamente se transfieren a la sociedad en su beneficio; significa denostar la aportación que representan los bienes y servicios públicos, hoy por hoy fundamentales; y supone menospreciar la posibilidad de que los conflictos e iniquidades que laten en toda sociedad provoquen que el que ya es fuerte y poderoso mejore, en detrimento del resto, su posición en ausencia de limitaciones y redistribución.
De lo que sí hay pruebas –y el efecto de las políticas llamadas neoliberales lo acredita- es, precisamente, de lo contrario. Lo que hace a una sociedad más pequeña, desestructurada y débil no es necesariamente el tamaño de su gobierno o el radio de acción de los poderes públicos, sino, entre otras causas, la injusticia social desaforada, la inexistencia de redes de apoyo a las personas con menos posibilidades, la desorbitada exaltación de la cultura del éxito económico en detrimento de otros valores o la desconsideración del efecto, no siempre positivo, que las acciones individuales puede tener sobre el resto.

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