Como una buena parte de los ciudadanos, he seguido con gran interés las movilizaciones surgidas a partir de la manifestación celebrada el 15 de mayo, las acampadas en las principales ciudades y las actividades reivindicativas posteriores.
Es cierto que asistimos a una de las corrientes de inquietud social más significativa de los últimos años y que tiene en este momento una importante incidencia informativa, por la fuerza acumulada, por la relativa novedad de sus mensajes y por la singularidad de su forma de exteriorización. Aunque también es cierto que aún es pronto para valorar su efecto sustancial y el impacto futuro que pueda tener en la realidad política y social de nuestro país, más allá de la manifestación de malestar en un momento concreto. Esto dependerá de muchos factores, entre ellos de su propia capacidad de autoorganización, superando los obstáculos de un asamblearismo paralizante o la aparente falta de concreción de muchas de sus propuestas, si se pretende trascender de la genérica invocación de una mejora del sistema democrático y de las circunstancias económicas. Por otra parte, resultará determinante que la dinámica de confrontación que este movimiento ha planteado respecto al poder institucional tenga una canalización razonable, porque una cosa es no renunciar a despertar cierto grado de malestar (ciertamente no hay transformación esencial posible que no genere tensiones) y otra cosa es confundir la acción directa con la agresividad física y verbal, como hemos visto, entre otros tristes ejemplos, con los Diputados catalanes perseguidos a la carrera o con una “x” pintada en su gabardina.
La bandera de la indignación que se ha enarbolado, aunque puede aglutinar preocupaciones diversas, debería ser, para traducirse en cambios reales, una motivación para desarrollar propuestas políticas más elaboradas. El cabreo meramente constatado no es fuente de proyecto sólido alguno y corre el riesgo de quedarse en fruto de situaciones puntuales. Sin embargo, como vemos en el caso de España, la raíz de las crisis económicas, políticas y sociales que ahora tenemos sobre la mesa, viene de tiempo atrás y hubieran requerido indignaciones y respuestas de fondo también en los tiempos de aparente abundancia. Las endebles bases de nuestro sistema productivo, las desigualdades lacerantes, la pérdida de peso de las rentas del trabajo en la riqueza o la insuficiencia de los mecanismos de participación ciudadana requieren contestaciones que no sólo surjan esporádicamente sino que pretendan trabajar a largo plazo y que tengan, para ello, una apreciable coherencia y constancia.
La bandera de la indignación que se ha enarbolado, aunque puede aglutinar preocupaciones diversas, debería ser, para traducirse en cambios reales, una motivación para desarrollar propuestas políticas más elaboradas. El cabreo meramente constatado no es fuente de proyecto sólido alguno.
Por otra parte, cuando una movilización de estas características hace su aparición en un contexto de zozobra como el actual, en el que la agenda y los resortes de poder real se encuentran en manos de intereses económicos no precisamente apegados a los de la mayoría social y que no necesitan sentarse al frente de las instituciones, hay que tener presente las consecuencias de la desestabilización que se pretende generar y los potenciales beneficiarios de ella. Si se minusvaloran las conquistas obtenidas en nuestro sistema político constitucional (precisamente las que quieren alcanzar muchos de los movimientos revolucionarios en la otra ribera del Mediterráneo), se sitúa en el centro de la crítica a las instituciones democráticas representativas –por muy susceptibles de mejora que sean-, se desprecia a los partidos políticos sin atenuantes ni excepciones o se denuesta ferozmente a los sindicatos justo cuando se está decidiendo su papel en las relaciones laborales, el resultado de esta tendencia no mejorará en absoluto las posibilidades que tiene la ciudadanía de hacer valer su opinión o de defender sus derechos políticos y económicos con los instrumentos que tiene a su alcance. Al contrario, aquéllos que no se han formulado ningún interrogante a raíz de las protestas, que no tienen la más mínima sensibilidad al respecto, que incluso apuestan por la criminalización y por la represión más pura y dura –pidiendo desde el minuto cero el desalojo por la fuerza de las plazas- tendrán un terreno más despejado (y no sólo desde el punto de vista electoral) ante las contradicciones, la debilidad y el desánimo que proliferan en el campo político, social y sindical progresista, al que afecta más que a nadie la dinámica de deslegitimación a la que asistimos.
Quizá a la vuelta de la esquina, cuando no pueda sostenerse con tanta intensidad el movimiento de protesta, cuando lo que quede para mantener propuestas diferentes a las del neoliberalismo rampante sean las criticadas estructuras asociativas, sindicales y políticas y los representantes de izquierda en ayuntamientos y parlamentos (en menor número y en la oposición, en la mayor parte de los casos), es posible que, en ese momento, alguien se acuerde de que contar con una estrategia digna de tal nombre y con cierta visión de su futuro es condición necesaria para tener verdadera capacidad transformadora.