El sentir más extendido de nuestro tiempo es el miedo a perder lo que se tiene -o se cree tener-, por poco que sea, a manos de un tercero considerado extraño. Al menos así sucede en muchos de los países que disfrutan, por lo común, de unos ciertos estándares materiales de vida (aunque hay que ver cómo se reparte en ellos la riqueza y qué grado de desigualdad soportan), en los que se atiza con fuerza el fuego del temor a la desposesión, que prende con rapidez también entre las clases medias e incluso en las personas de recursos más humildes.
Canalizar en provecho propio ese desasosiego, proyectándolo hacia un grupo que se distinga del resto, y convertirlo en un espectro, del que se desconoce casi todo pero al que se le culpa paradójicamente de casi todo, es una táctica conocida y añeja, de efectos catastróficos. Se ha utilizado, históricamente, para combatir o frenar las transformaciones sociales, sobre todo las que tocaban el corazón del sistema de propiedad y las relaciones laborales. Aquellas «viejitas democráticas» temerosas del cambio que, en el poema de Benedetti, decían en primera persona «si el comunismo nos quita la tierra / será la que se junta en los zapatos», eran sin embargo el sustento ingenuo, manipulable y mezquino sobre el que se erguía el conservadurismo más acendrado o, peor aún, el autoritarismo dispuesto a golpear duro para evitar cualquier supuesta veleidad revolucionaria. Hoy, no son los activistas de izquierda los que se convierten en blanco fácil, y tampoco -al menos en cierta escala- determinados grupos sociales que en el pasado reciente han sufrido toda clase de escarnios y persecuciones. La diana sobre la que hacer caer nuestra aprensión y desconfianza la portan ahora los inmigrantes y, sobre todo, aquellos que unen a su extranjería el color de piel oscuro, la precariedad económica (a veces la pobreza más desnuda) y la religión musulmana.
La condescendencia prima sobre la fraternidad, hay un soterrado clasismo dispuesto a aceptar el flujo inmigratorio siempre que la posición del nuevo vecino sea subalterna
Es curioso que, en la Europa envejecida de hoy (uno de cada cinco europeos es mayor de 65 años y los menores de 15 años han pasado a ser del 20% de la población en 1986 al 15% en 2016), en lugar de centrar nuestros esfuerzos en facilitar una inmigración suficiente, vivificante y legal, sin establecer requisitos infranqueables para acceder y residir en el territorio (barreras que son las que llevan a probar suerte de cualquier medio, ya que nadie migra de forma clandestina y temeraria si lo puede hacer de forma regular y segura), en posibilitar la integración en el mercado laboral, en saludar el dinamismo asociado a la incorporación de relevo generacional, y en hacer de los valores democráticos un polo de atracción que genere apego del que viene a instituciones y libertades (y ganas de contribuir al país de acogida), prefiramos gastar las fuerzas agitando el temor más primitivo al extranjero, dando réditos electorales a quien lo hace, envileciendo la vida política y el clima social y alentando la propagación de conductas xenófobas a todos los niveles. El ejemplo italiano es paradigmático y doloroso, por ser este país, rico en cultura y valores humanos (al menos, hasta ahora lo era), y tan aquejado como el que más por el invierno demográfico, la presa más notable que se ha cobrado, sin escrúpulos ni compasión, el populismo más grosero, encabezado por Matteo Salvini, con la penosa contribución del Movimiento 5 Estrellas, verdaderos «colaboracionistas» de la peste ultraderechista. A su vez, los dirigentes de los países del Grupo de Visegrado (Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia), que curiosamente se encuentran entre los que menos población extranjera tienen, han hecho del discurso xenófobo institucionalizado marca propia, envenenando el debate público europeo y desentendiéndose de los llamamientos a compartir solidaridad y esfuerzos en la acogida. En Alemania, Francia, Holanda o Reino Unido, el espacio ganado en la agenda pública por los nacionalismos populistas también ha alterado las prioridades y asuntos del debate político, de manera nada saludable.
En España, una parte de la derecha ya flirtea peligrosamente con subirse a ese carro, si es que permite cosechar votos y poner en situación comprometida al rival. Efectivamente, no estamos vacunados del virus xenófobo, aunque es verdad que, por fortuna, una parte muy importante de nuestra sociedad responde con valores humanitarios y palabras de acogida, demostrando capacidad de adaptación a una realidad, la del fenómeno inmigratorio, que es en buena medida imparable, mientras persistan los desequilibrios globales. No obstante, la condescendencia prima sobre la fraternidad, hay un soterrado clasismo dispuesto a aceptar el flujo inmigratorio siempre que la posición del nuevo vecino sea subalterna y, en el nivel cotidiano, se hace pasar al inmigrante un examen social diario que invita a una permanente y fatigosa autojustificación (que, a la larga, no es sencillamente soportable y puede dejar un sedimento de inquina). Estamos lejos, por lo tanto, de haber aprendido las lecciones de nuestra historia emigrante (con o sin papeles), que debería ser el primer testimonio y el recuerdo colectivo de cabecera al que acudir para adoptar una postura moral decente ante los retos de nuestro tiempo.