Los mensajes, que la ciudadanía recibe, de cuando en cuando, desde determinadas instancias de los poderes públicos y los ecos de ciertos debates políticos, transmiten una idea profundamente equivocada e incluso nociva del Derecho. El lego en la materia, está acostumbrado –a veces, por vivencia propia o por una parcial comprensión de la cuestión- a mantener un relativo escepticismo sobre la interpretación de las leyes en cada caso concreto, intuyendo que, en ocasiones puntuales, otras circunstancias sociales, políticas o económicas, o las propias dificultades del sistema judicial, influyen más en el resultado de un proceso o en la aplicación de las normas que lo que surgiría ordinariamente de éstas. Pero, de la moderada desconfianza, comprensible cuando es el Derecho y su aplicación un producto humano -y, por lo tanto, falible- se pasa a una percepción totalmente desfigurada cuando se observa a quien se sitúa en la dirección de una institución pública realizar de manera abierta, repetida y grosera interpretaciones a su exclusivo antojo, incluso potencial o evidentemente prevaricadoras, a fin de llevar a la práctica un singular planteamiento partidario. A partir de ese momento, aunque esa conducta sea minoritaria o residual en el sistema –lo contrario sería el fin de toda convivencia posible-, a menos que se corrija cabal y eficazmente la anomalía, corremos el riesgo de que se generalice socialmente una representación de lo que es el Derecho en la que el oportunismo y la deformación de la ley destaquen sobre su imperio y aplicación racional. A ello contribuyen no sólo determinados responsables públicos que no guardan ningún respeto por aquellas leyes que no pueden manejar a su solo criterio, sino también algunos profesionales expertos en revestir tal proceder con apariencias jurídicas e institucionales elevadas.
El Derecho no está reñido con la creatividad, ni con las interpretaciones audaces de las normas que permitan una aplicación actualizada y abran nuevos caminos de progreso
Las democracias de baja intensidad y autoritarismos varios que abundan en nuestros días son duchos en este proceder y no faltan quienes, desde profesiones jurídicas, a despecho del rigor profesional debido, se prestan a colaborar en dotar a la operación del ropaje necesario, también para disfrazar a expresiones populistas de una consistencia jurídica de la que carecen. Véase, en nuestro pasado inmediato, la arquitectura alambicada de la “Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República Catalana” destinada a presentar como refinado producto transicional lo que no dejaba de ser una sencilla quiebra del orden constitucional a la brava. Es la muestra más cercana y de más fácil comprensión por su actualidad, aunque, si lo comparamos con lo que pasa en otros países, no es el ejemplo más dramático; si bien pudo serlo, lo que no debe olvidarse.
El Derecho no está reñido con la creatividad, ni con las interpretaciones audaces de las normas que permitan una aplicación actualizada y abran nuevos caminos de progreso, tanto en la futura actividad legislativa como en la tarea jurisdiccional y administrativa. Pero lo que repele es extraer deducciones y consentir aplicaciones apartadas diametralmente de la ley; o, cuando se trate de sistemas democráticos, admitir su fractura completa, que equivaldría a despreciar la voluntad popular de la que emana la ley y saltarse las limitaciones al poder que constituyen la base de dicho sistema. Ciertos requiebros y artificios con pretensión de innovación jurídica o de construcción de una nueva legalidad alternativa (tan tramposa como los “hechos alternativos” de la propaganda oficial) no son muestra de un Derecho líquido y adaptativo, sino de la liquidación del Derecho como instrumento de convivencia y ordenación de las relaciones humanas y sociales. Cuando el ciudadano contempla cómo en algunas ocasiones (escasas, pero a veces muy significativas) se pretende dar un barniz de legalidad el ejercicio más elemental de la arbitrariedad, y cómo se edifica sobre los cimientos defectuosos de la falacia un artefacto complejo de pretendida solvencia, se degrada la apreciación social de la ciencia jurídica. Ésta deja entonces de ser objeto del trabajo de juristas en el análisis, interpretación y aplicación del Derecho, pasando a ser materia de brujería, de la que obtener el resultado deseado pronunciando palabras escogidas a las que se les confieren poderes taumatúrgicos.
Toca, por lo tanto, reivindicar el rigor y la consistencia de la ciencia jurídica y evitar que todo poder con pretensiones autoritarias engañe con la complicidad de mercenarios que no sirven a esta ciencia sino a su amo.