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jueves 19, septiembre 2024

Anécdotas de vida: reales y literarias

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“No soy sabio, pero escucho a los sabios”
(Victor Küppers)

Y yo, opero de la misma forma porque en esas anécdotas de vida, reales o literarias, siempre he encontrado una respuesta a mis interrogantes o una invitación a la reflexión. Algunas son históricas, otras pertenecen a la imaginación, pero todas ellas albergan una gran sabiduría. Veamos algunas:

Ludwing van Beethoven (1770 -1824) se expresó en los siguientes términos: “Hay momentos en que me parece que el lenguaje no sirve todavía absolutamente para nada”.
Sin embargo, la gente sostiene que “hablando se entiende la gente”.
Y yo, entre una y otra expresión, no acababa de concluir. Así que un día, encontré la respuesta: usar las mismas palabras no es garantía suficiente para el entendimiento; veamos:
“Imagínate que voy a hacer un largo viaje del que no sé cuándo volveré y tú vas a la estación de tren a despedirme. Si luego nos comunicamos por correo o por teléfono y rememoramos aquella despedida…. no estaremos hablando de lo mismo, aunque alimentemos la ilusión de que es así. El tuyo y el mío serán recuerdos diferentes, cuando no directamente opuestos. Tú recuerdas a un hombre que se aleja en un tren y saluda con la mano desde la ventanilla. Yo, en cambio, recuerdo a un hombre que estaba inmóvil en un andén y se hacía pequeño. Eso es lo único que podemos compartir: la sensación de que el otro se hace más pequeño”.
(Francesc Miralles. “Amor en Minúscula”)

Uno tarda en comprender por qué ocurren las cosas, algunas conductas, el proceder de quienes nos conocen o rodean. Al pasar los años todo se va mostrando, pero los “pensadores” siempre se adelantan.
Para entenderse se necesita algo más que una legua compartida, se necesitan experiencias, vivencias, ideas y formación similar. De lo contrario no hay manera.

Otra respuesta a mis interrogantes, a saber:
Mi admirado Oscar Wilde dijo lo siguiente: “Cualquiera puede simpatizar con las penas de un amigo; simpatizar con sus éxitos requiere una naturaleza delicadísima”.
Y es que este personaje, me fascina, me fascinan sus escritos, su vida, sus últimos meses en París y la elegancia literaria con la que se despidió, junto a un amigo que lo acompañó. Fue tan original que dijo: “o se va este papel o me voy yo” (refiriéndose al papel pintado de la habitación del hotel que, obviamente, no le gustaba).
Y, es por ello, que sus aforismos me invitan a la reflexión. Como yo pienso que el éxito de un amigo, un vecino, una persona conocida es motivo de alegría (creo que es un orgullo tener un ser próximo a quien amar, admirar y, si corresponde, un modelo de quien aprender), la frase de Oscar Wilde, me chocó y la dejé en cuarentena. Y fui observando…

He aquí que hace unos años, cayó en mis manos un libro titulado “El Tazón de Hierro”, de Félix Novales, que relata la siguiente historia:
“Enrique, con todo cariño, se pasaba las horas muertas, trabajando en una goleta de madera. A mí me parecía preciosa, con un casco, sus velas, sus cañoncitos. Todos los días por la tarde, como por casualidad me dejaba caer por su chabola para ver cómo avanzaba la construcción.
– “Jo, Enrique, que bonita es”
– ¿De verdad te gusta? ¡Pues menos mal que le gusta al alguien!
– Tienes que pensar un nombre bonito para ponérselo.


Es así que el autor, se expresa al respecto, y dice: “Me extrañó muchísimo que Enrique dijera que yo era el único a quien le gustaba. ¿Cómo podría haber alguien a quien no le encantara? Con los años, esta, como tantas otras cosas se fueron clarificando, quizá demasiado.
A partir de estos autores, los más significativos para mí en esta cuestión, y de mis observaciones la conclusión era obvia: El silencio del envidioso está lleno de ruidos.

Mi forma de entender la vida, se la debo a los sabios, a los que fueron por delante en descubrir comportamientos, para bien y para mal, para confiar en las palabras y para dudar de ellas.

Pero ¿y las contradicciones no resueltas?
Veamos una de ellas. Cuenta el historiador griego Diógenes Laercio (Siglo III d. C) lo siguiente:
Diógenes de Sinope (412 a. C – 323 a.C) filósofo griego perteneciente a la Escuela Cínica vivía como un vagabundo en las calles de Atenas. Dícese que vivía en una tinaja, por el día caminaba por las calles con una lámpara encendida diciendo que buscaba hombres honestos. Sus pertenencias eran escasas, entre ellas un cuenco del que se desprendió cuando vio a un niño bebiendo agua en el cuenco de las manos.
Sostenía que los honores y las riquezas son falsos; bienes que había que despreciar puesto que el sabio debía reducir al mínimo sus necesidades.
El hombre que desoyó el ofrecimiento del Alejandro el Grande diciéndole: “Solo deseo que no me quites el Sol”.
¿Por qué la gente alude al Síndrome de Diógenes para referirse a personas que acumulan montones de cosas inútiles?
Esta confusión, está aún por resolver. Y la gente seguirá en sus trece.
En todo caso, cuenta la historia o la leyenda que Alejandro Magno dijo: “Si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes”.

Todo esto lo traigo a cuento porque si tuviéramos que descubrir la vida por nuestras propias experiencias careceríamos de tiempo, y lo que es peor, llegaríamos al examen final sin haber entendido nada de porqué otras personas viven y actúan de forma diferente.
Y si no se entiende todos los juicios son una pura crítica.
Errónea, en la mayoría de las ocasiones.

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