La singularidad de la situación política actual, con un Congreso de los Diputados muy fragmentado y, en el momento de redactar este artículo, enormes dudas sobre la posibilidad de que algún candidato obtenga los apoyos necesarios para ser investido como Presidente del Gobierno, aviva una serie de debates pertinentes sobre la organización de la representación política en España y la arquitectura del poder constitucional, vistos el sentir general sobre la inconveniencia de que se celebren nuevas Elecciones Generales y, sobre todo, la eventualidad de que el panorama posterior a éstas no sea sustancialmente distinto.
Efectivamente, se formulan propuestas como el otorgamiento de primas de mayoría que beneficien a la fuerza más votada y hagan más factible alcanzar el límite necesario para la consecución de la confianza parlamentaria, la sustitución del sistema de investidura por uno de elección (en el que obtiene la Presidencia quien más apoyos cosecha, aunque no tenga la mayoría de la Cámara) e incluso el abandono del sistema de gobierno parlamentario puro para caminar hacia una elección directa o automática (por ejemplo, el líder de la fuerza más votada) del Jefe del Gobierno. A la vista de la disparidad de modelos en nuestro entorno y, sobre todo, de la novedosa situación en curso, se abre un debate pertinente para analizar en qué medida nuestra ley electoral, el procedimiento de investidura o la relación entre las Cortes (particularmente la Cámara Baja) y el Gobierno, tal y como han sido diseñados en nuestra Constitución, permiten dar una respuesta eficaz desde el punto de vista institucional y de la gobernabilidad a la realidad política de este tiempo, si el grado de división de la representación y la dificultad para alcanzar acuerdos persiste.
Se abre un debate pertinente para analizar en qué medida nuestra ley electoral, el procedimiento de investidura o la relación entre las Cortes y el Gobierno permiten dar una respuesta eficaz desde el punto de vista institucional y de la gobernabilidad a la realidad política de este tiempo.
De lo que se habla menos es del papel de la Jefatura del Estado, quizá porque en nuestra Monarquía parlamentaria se espera un papel limitado, totalmente discreto y su participación mínima, en fin, en el proceso político. Restricción que también se manifiesta en momentos críticos como el actual, incluso aunque en el sintagma «arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones» que se incluye en la Carta Magna entre las atribuciones del Rey, pudiera caber una intervención más activa. Es muy posible que sea mejor este perfil tenue que un mayor protagonismo, porque podría entenderse como una actuación inoportuna de una figura meramente representativa, recordando épocas pasadas (por ejemplo, el sistema de la Restauración y los años previos a la II República) en las que la intromisión del Rey en los asuntos públicos provocó, junto con otros motivos, la desafección popular y, finalmente, la caída de la propia Monarquía. En nuestros días, el origen no democrático de la Jefatura del Estado (que, aunque legitimado por la Constitución, se obtiene por sucesión dinástica y no emana directa ni indirectamente del cuerpo electoral), coarta en última instancia la propia actuación del Rey, que no puede ni debe adoptar una posición más dinámica en la consecución de acuerdos políticos. Pero, lo que hasta la fecha no había supuesto ninguna disfunción institucional relevante puede que ahora se convierta en un problema, porque, en un contexto como el actual, y a diferencia del modelo vigente, una Jefatura del Estado avalada por la elección democrática y con ciertas facultades de intervención podría estar suficientemente autorizada para promover una actitud más colaboradora de las distintas fuerzas políticas, incluso para elegir un Jefe de Gobierno en caso de prolongada indecisión del Congreso (pasando a las minorías refractarias en la Cámara la responsabilidad de plantear una moción de censura constructiva si no estuviesen de acuerdo con tal elección). Todo ello por no hablar de las facultades que se le podrían conferir para propiciar una Jefatura del Estado más activa en cuestiones como el diálogo y la colaboración territorial, la garantía de la independencia judicial y del adecuado papel del Tribunal Constitucional, etc. Es decir, sin asumir funciones ejecutivas (y por lo tanto, lejos del presidencialismo), pero jugando una verdadera función de árbitro de los poderes del Estado y de sus instituciones, y no sólo relegado a una mera representación testimonial y protocolaria, de utilidad menor. Claro que todo esto requeriría pasar de una Monarquía a una República, y, como es sabido, no es una decisión menor ni carente de emotividad (aunque la enfoquemos desde la perspectiva meramente práctica) y las resonancias históricas dificultan enormemente el debate.
El desarrollo de nuestro sistema político, la complejidad del escenario y la perpetuación del ambiente de inestabilidad, entre tanto, posiblemente continúen desgastando las costuras del sistema y poniendo de manifiesto insuficiencias y limitaciones de esta clase. Incluso si, de ésta, en una jugada que de momento –a día de escribir estas líneas- no se atisba, se consigue superar la crisis política sin nuevas elecciones.