De la respuesta de las sociedades ante determinadas situaciones graves pueden obtenerse datos relevantes, a veces concluyentes, sobre su prelación de valores y estima por la civilidad.
Algunos acontecimientos, principalmente los que desatan efectos negativos, ponen a prueba la voluntad de los integrantes de una colectividad, y de ésta en su conjunto, para hacer prevalecer aquellos principios que se dicen inspiradores del orden moral, de las pautas de conducta y de las instituciones que rigen la vida pública.
El examen es particularmente provocador cuando la sucesión de hechos que motivan el cuestionamiento moral ocurre sobre un sector concreto de la sociedad, minoritario, que comparte algún rasgo diferenciador (a veces ya atenuado) y en situación de relativa desventaja por las circunstancias que sea. A lo largo de la historia, las agresiones, más o menos intensas y más o menos institucionalizadas, frente a grupos sociales, étnicos, religiosos, etc. minoritarios son una constante, con algunos episodios que han alcanzado extrema virulencia, siendo más significativo en el último siglo (por su sistematicidad, organización industrial y crueldad) el exterminio de los judíos europeos por el nazismo, pero que, aún con notables diferencias, comparte un mismo sustrato con todo proceso de discriminación de gran intensidad: caracterización uniforme a todos los individuos de un grupo, exaltación sesgada de aspectos negativos para su descalificación de principio, culpabilización a la minoría de problemas de alcance pese a que sus causas sean claramente más profundas, creación de una dinámica de supuesta confrontación con los intereses generales, etc. El grado más preocupante de esta tendencia se alcanza cuando, agravando la desconfianza a veces latente, desde los poderes públicos, instrumentalizados al servicio de intereses concretos, se transforman prejuicios y recelos subyacentes en una política estructurada de arbitrariedad y castigo colectivo frente a la minoría, pasando por encima de consideraciones y garantías que supuestamente forman parte del núcleo del sistema político. Transgredido ese límite, el riesgo de sumergirse en una rápida involución es manifiesto, de consecuencias inciertas y difícilmente soportables para las víctimas de esa política discriminatoria.
El proceso que se vive en Francia tiene las características de una inusitada deportación masiva, planificada, contraria al espíritu europeo, alentadora de procesos de segregación más amplios y llevada a cabo por un Estado que se dice heredero de la tradición humanística y en el que la libertad y dignidad del ser humano forman parte de sus emblemas nacionales.
En esa frontera cuyo traspaso conduce al irremisible deterioro de la convivencia se encuentra ahora Europa con la política seguida por el Gobierno de Francia en su programa de expulsiones colectivas de ciudadanos rumanos y búlgaros pertenecientes a la comunidad gitana. Bajo la justificación de la supuesta situación de irregularidad administrativa, el proceso tiene los rasgos definitorios de las discriminaciones aplicadas a gran escala: tratamiento diferenciado a un colectivo por su propia condición, procedimientos gubernativos sin suficientes garantías, profunda estigmatización, utilización de argumentos que persiguen el enfrentamiento de esta minoría con el resto, apelación constante a una supuesta seguridad colectiva, etc. Añadido en este caso es especialmente relevante el desprecio a la identidad europea de los expulsados, lo que, independientemente de las limitaciones legales transitorias impuestas a la libre circulación de ciudadanos rumanos y búlgaros, significa contradecir la vocación integradora del proyecto europeo y la voluntad de otorgar especiales garantías a los ciudadanos de los Estados que integran la Unión. Se mire como se mire, el proceso que se vive en Francia tiene las características de una inusitada deportación masiva, planificada, contraria al espíritu europeo, alentadora de procesos de segregación más amplios (no olvidemos las dificultades que viven muchos gitanos europeos en el países del Este y de Europa Central) y llevada a cabo por un Estado que se dice heredero de la tradición humanística y en el que la libertad y dignidad del ser humano forman parte de sus emblemas nacionales.
Este nuevo desafío para los fundamentos del modelo de convivencia europeo es especialmente grave, por la excepcional importancia del país del que procede y, sobre todo, por la falta de una reacción suficiente desde las instituciones europeas (con la honrosa excepción del Parlamento), las autoridades del resto de los Estados y, singularmente, de la propia sociedad civil. Precisamente la pasividad cómplice, la incapacidad de empatizar con el sufrimiento del otro y, sobre todo, la posibilidad de considerar admisible esta clase de atropellos, constituyen la base sobre la que, tradicionalmente, se sustentan las tropelías cometidas por los poderes autoritarios.