Admito y respeto que las previsiones constitucionales sobre la sucesión en la Corona se cumplan y que, en su virtud, se haya convertido Felipe de Borbón en el Rey Felipe VI.
Es decir, si en 1978, fruto del proceso político de transición de la dictadura a la democracia, se aprobó la Constitución que recoge que la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria, mientras no se modifique aquella y consecuentemente se defina a España como Estado republicano, el Jefe del Estado seguirá siendo el sucesor de Juan Carlos I que corresponda, que eso es lo que dice el artículo 57 de la norma fundamental. Desde este punto de vista, es prácticamente un acto debido aprobar la ley orgánica que regula la abdicación y, ante la inexplicable ausencia de una ley general que regule esta clase de circunstancias, entiendo que la práctica totalidad de aquellos diputados y senadores del PSOE que afirman tener convicciones republicanas hayan votado favorablemente en las Cortes Generales, sin optar por abstenciones o ausencias simbólicas.
El respeto a la legalidad y a las instituciones no es una cuestión menor cuando la raíz de su construcción es democrática, incluso aunque la opción adoptada fuese convalidar la restauración de la monarquía, dentro de los compromisos que caracterizaron aquel intenso periodo. No es honesto intelectualmente despreciar que en España la elección del sistema monárquico fue acordada mayoritariamente al elaborar la Carta Magna por unas Cortes que devinieron constituyentes (no fueron elegidas estrictamente como tales en 1977) y al dar su respaldo el cuerpo electoral el 6 de diciembre de 1978, siendo además el Rey una figura limitada a cometidos representativos, sin atribuciones sustanciales.
No obstante, hasta aquí puede llegar la comprensión del proceso de sucesión vivido en las últimas semanas, porque cuando del debate sobre la forma del Estado se trata, no hay modo de afrontar racionalmente el cúmulo de asunciones que se dan por sentadas. El hecho de que una dinastía tenga el monopolio de la Jefatura del Estado no se sostiene en un debate neutral, se mire como se mire. Esta exclusiva provoca que los asuntos de familia, siempre llamados al repelente cuchicheo, se conviertan en materia de Estado, hasta tal punto que la propia Constitución contemple que el matrimonio de los sucesores en el trono no puede efectuarse contra la expresa prohibición del Rey y de las Cortes Generales; no vaya a ser que las razones del corazón que la razón no entiende provoquen un conflicto de Estado.
Someter la Jefatura del Estado a los avatares de toda la naturaleza que le sucedan a una familia y a sus componentes es un sinsentido por muy tradicional y constitucional que actualmente sea.
Por no hablar del insoportable atavismo que representa la prevalencia del hombre sobre la mujer como discriminación de rango constitucional, añadida a la propia de otorgarle a una estirpe la Jefatura del Estado. Dentro de las heterodoxas consecuencias de la monarquía también está el hecho de que una niña de 8 años esté sometida desde ya mismo al escrutinio público, no en vano, si no le traen un hermanito al mundo ni se produce un cambio en la forma del Estado heredará un día su Jefatura; o sea que a la pobre cría no se le puede ocurrir hacer las tonterías propias de la adolescencia y si las hace tendrán repercusiones políticas, lo que ya es de por sí un absurdo inherente al sistema. Por no hablar del acoso mediático y la intromisión de las multitudes a que jamás se acostumbrará, como ya aparenta su comprensible cara de susto en muchas de las fotografías de los actos de proclamación de su padre. Someter, en definitiva, la Jefatura del Estado a los avatares de toda naturaleza que le sucedan a una familia en concreto y a sus componentes es al fin y a la postre un sinsentido que no conviene perder de vista por muy tradicional y constitucional que actualmente sea. Otras secuelas anómalas del sistema monárquico, más funcionales que de concepto, tienen otro calado mayor, porque a nuestro sistema político le falta una Jefatura de Estado verdaderamente activa como árbitro y moderador de los poderes del Estado, cosa que en una democracia consolidada un Rey no podrá ejercer jamás sin extralimitarse indebidamente, incluso aquel que hipotéticamente esté revestido por su proceder y trayectoria de cierta auctoritas.
Por eso en este contexto histórico, aunque se acate el sistema monárquico y se constate que hasta la fecha no existe un acuerdo de suficiente amplitud para reemplazarlo, es perfectamente legítimo e incluso indispensable poner de relevancia la necesidad de superarlo a corto o medio plazo, promoviendo una reforma constitucional que, entre otros cambios posibles, contemple la forma política republicana, extendiendo el principio democrático hasta la Jefatura del Estado, donde no haya espacio para someter irremediablemente el devenir de las instituciones a los azares personales de cualquier linaje.