Era por las fiestas del barrio cuando hicieron una carrera entre Ciaño y La Juécara –año sesenta puedo apostar sin temor a equivocarme mucho– con la meta en la plazoleta de la barriada, entre los pabellones dos y tres, donde se ponía el ferial que parecía inmenso y que con el paso del tiempo disminuyó de una forma increíble, por su menudencia; una raya en el suelo y dos chavalillos sosteniendo una cuerda que atraviesa “Bodón” con los ojos en blanco por el esfuerzo de subir aquella cuesta de casi un kilómetro seguido, desde el paso a nivel de Cuetos hasta el interior de la barriada obrera más grande de Langreo. Aquel chavalillo, Bodón, tuvo años más tarde un negocio de “baños y complementos” en la calle Eulalia Álvarez de La Felguera y se lo recordé un buen día.
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Todos y cada uno de los que de alguna manera hemos visto nuestra existencia ligada –más o menos– al deporte, todos, recordamos los inicios e incluso los motivos por los que nos iniciamos. Son estos hitos vitales que te hacen pensar y, a menudo, cambian tu vida. ¿Cómo era posible esforzarse tanto, hasta la extenuación? Incomprensible hasta que un día, en Luanco, sentí lo mismo y dejé de competir.
Vinieron semanas y meses y años, corriendo por un motivo u otro, porque los críos de pueblo corremos siempre, como si llegásemos tarde a todos los sitios; cuando nuestra madre toca a rebato en la hora de la comida mientras jugamos en la calle esquivando a los escasísimos coches que transitan, corriendo cuando llegamos tarde a cenar y el padre se pone serio…
Por el medio vinieron semanas y meses y años, corriendo por un motivo u otro, porque los críos de pueblo corremos siempre como si llegásemos tarde a todos los sitios; cuando nuestra madre toca a rebato en la hora de la comida mientras jugamos en la calle –con dos piedras como portería– esquivando a los escasísimos coches que transitan; corriendo cuando llegamos tarde a cenar y el padre se pone serio; corriendo al colegio porque castigan si llegas tarde; corriendo desde el colegio para exprimir el tiempo, para ir añadiendo “pequeños vicios” a la existencia. Siempre corremos. Y a veces también saltamos.
Un buen día un amigo: Samuel Baragaño, que lo sigue siendo medio siglo más tarde, me llevó a jugar al billar y claro, media hora más tarde había que volver corriendo a casa porque en dos horas entrábamos de nuevo a la “Academia” y mi madre no debía enterarse; casi tres kilómetros de ida y otros tantos a la vuelta. No sé si fue la adrenalina, la sobrecarga de los libros o el miedo, el infinito de las tres bolas o el verde del tapete, no lo sé, pero me enganchó de una manera hasta entonces increíble. Tres años irrepetibles de billar y carreras, a medio día y a la tarde ya que por las mañanas estaba la sala de billar cerrada. Fueron tres años de ocho kilómetros a la carrera y trescientos días al año; los otros sesenta y cinco lo fueron de correrías monte a través, interminables partidos de fútbol por escombreras y en prados de hierba más bien alta.
Las clases de “ginasia” en el Frailín eran otra cosa. Patio de baldosas para saltar plinto, para saltar altura también y sin colchoneta de caídas, una especie de aula/barracón para lanzar el peso (la bola, le llamábamos); para correr sesenta metros íbamos a la calle, en el puro centro de la ciudad y con suelo de gravilla muy adecuado para las caídas y las rodillas en sangre viva. Las clases eran otra cosa y muy escasas al año, las suficientes para entender cuatro reglas e ir a examinarnos al Jovellanos de Gijón, donde íbamos de “libre” y causábamos sensación; Gijón ya era una ciudad y sus chavales urbanitas y nosotros medio asilvestrados.
Las clases de “ginasia” en el Frailín eran otra cosa. Patio de baldosas para saltar plinto, para saltar altura también y sin colchoneta de caídas, una especie de aula/barracón para lanzar el peso; para correr sesenta metros íbamos a la calle, en el puro centro de la ciudad y con suelo de gravilla muy adecuado para las caídas y las rodillas en sangre viva.
En el instituto teníamos un pequeño gimnasio con barras paralelas, barra fija y canastas de baloncesto, con espalderas, con balones de todo tipo y unas “pesas” fabricadas con una barra y dos ruedas de vagoneta de la mina; por tener, teníamos hasta duchas con agua caliente –escasa, que siempre se gastaba pronto– para no llevar a casa el barro de la escombrera que se extendía entre el mismo instituto y el Puente de la Maquinilla.
Un par de veces al año –otro grande fallecido hace un año por estas fechas: Ireneo de Lucas– nos llevaban a “entrenar” al Espartal de Avilés; autocar renqueante y con aire acondicionado a manera de ventanillas imposibles de cerrar; asientos de skay, suelo de goma con agujeros y cánticos procaces. Aquello era una fiesta añadida, tanto por sus enseñanzas como por la salida en sí. Ireneo era nuestro ídolo y se las traía muy serias en los crosses con Mariano Haro.
Un par de veces al año nos llevaban a “entrenar” al Espartal de Avilés; autocar renqueante y con aire acondicionado a manera de ventanillas imposibles de cerrar; asientos de skay, suelo de goma con agujeros y cánticos procaces.
Poco antes de Navidades pisábamos la pista del Cristo de las Cadenas, de ceniza, con un charco inmenso en la recta de cien por la calle seis; le faltaban, como adorno, unos patitos; pero fue la mejor de Asturias hasta que pusieron la de la Universidad Laboral de Gijón; nada que ver con la de Universidad de Oviedo que tenía una curva insufrible del doscientos. El Cristo era otra cosa, y dos veces por semana allá que nos íbamos en el mismo autocar de Coalla del Entrego o en el Zapico de Ciaño, sábados tarde y domingos por la mañana competíamos y llenábamos el estadio con críos de ambas Cuencas Mineras.
Después ya vino la Facultad y la mili y Toledo y muchas carreras y muchas ciudades y muchas personas, pero la imagen de “Bodón” pisando aquella raya en el suelo… jamás se me olvidará mi primer paso entre deporte y salud y entrenamientos agónicos y el tiempo como medida de nuestras cosas de atletas.