Se nos echa el invierno encima. Poco queda ya para que el frío dicte ley acompañado de navideñas luces y la mística exaltación del nacimiento y la infancia.
A la par, los rurales se ocultan en mezcla de niebla y humo propio de la cocina de leña cuyo calor, como dice mi madre, da compañía. Una expresión curiosa pero de rápido entendimiento para los que nos vienen recuerdos inherentes al olor del humo bueno. Tirando de archivo, me recuerdo sentado en la piedra de blanco mármol junto a la cocina y su calor, el que mantenía a raya les xelaes que ya no hay, el olor a goma de zapatilla cuando las arrimabas demasiado a la chapa o sobre ella los “botones” de eucalipto aromatizando los últimos programas del “1,2,3” en televisión catódica mientras mi madre cosía sin descanso.
Puestos a recordar, recordemos que caminamos hacia un momento mágico. La muerte y renacimiento del Dios Sol consiente a la noche ser la más larga del año. Paganismos a parte, se nos hace la más cálida gracias al reencuentro, el amor y cariño de nuestros seres queridos. Si no es por eso, será caliente por las típicas disputas y enfrentamientos de la cena de Nochebuena.
La muerte y renacimiento del Dios Sol consiente a la noche ser la más larga del año.
Por su parte, las tradiciones etnoesotéricas nos dictan que habremos de llevar al fuego del hogar un tronco de roble, de nombre Nataliegu, que proveerá protección durante el año venidero (según el etnógrafo Berto Peña) a través de sus poderosas cenizas, manteniendo los rayos lejos de la casa familiar, bendiciendo las tierras para asegurar cosechas y habiendo de proteger al ganado.
El roble, más allá de ser firmeza y extremada dureza, es alma y cuerpo de las piezas del carro, rametu o de las anillas de madera que formaban cadenas para unir xugu con llabiegu, entre otros muchos artilugios pues sus cualidades son excelentes para la fabricación.
Se conoce un uso gastronómico, y en distintos tiempos, de la bellota en nuestro territorio. Como en la Campa Torres donde usaban su harina durante la edad de Bronce y un poco más adelante, en el s. XVI en Tormeleo, donde hubo gran consumo de estas manteniéndose hasta el s. XX. No olvidemos el carbayón que, pese a no llevar bellotas, sabe a gloria y comparte tan noble título con los ovetenses.
Para ilustrar aún más la importancia del Quercus en nuestra cultura, habremos de fijarnos en los cantares, paremías y cuentos de la tradición asturiana donde vemos que se menciona en múltiples y no pocas ocasiones. La Xana de Brucimán, que hechizó un pañuelo que había de dar movimiento a un roble llevándolo hasta su cueva, o las brujas, que tras untarse el cuerpo de ungüentos psicotrópicos, nombraban a tan sagrado árbol en sus rezos al salir volando por la chimenea.
Se conoce un uso gastronómico, y en distintos tiempos, de la bellota en nuestro territorio.
Sus hojas fueron representadas con asiduidad en la famosa y antiquísima Malla de Luanco, y su madera formó un objeto tan heroico como la Cruz de la Victoria de Pelayo, hecha de basto roble.
Además del uso ritualístico, sus cenizas se utilizaron junto con agua caliente para blanquear madejas de lino.
De roble también eran las agallas que usaban en las escuelas rurales para borrar la tiza de las pizarras desgastadas. Aquellas donde, para calentarse en los intensos inviernos, cada criatura llevaba consigo una lata en la que los maestros les echaban ascuas sacadas de la cocina de su propia casa. Otros tenían la suerte de disponer de un pequeño chambombo en el aula y cada cual aportaba leña para alimentarlo. Aprovechaba entonces la maestra para cocinar sobre aquel un pote mientras impartía lecciones al son del olor a berza.
“La labor del niño es poco, pero el que lo pierde es tonto”
“Me tocó ir delante” decían a menudo tras una ausencia para guiar los bueyes o al macho mientras dirigía el arado un familiar adulto con mano maestra. O cualquier otra actividad en la que los niños y niñas tenían cabida según sus capacidades. Pese al escaso rendimiento físico, eran de gran importancia ya que, como decía una de las tías de mi familia: “La labor del niño es poco, pero el que lo pierde es tonto”.
La rural de principios del siglo pasado fue consciente de la necesidad de alfabetizar a sus hijos dándoles unas mayores posibilidades de supervivencia en la sociedad que se les venía encima. Muchos de esos padres no quisieron quedarse atrás y se convirtieron en alumnado durante las tardes de invierno. Ya no eran tan fácil engañar.
La imitación y la involucración, usadas como herramientas en un continuo proceso de aprendizaje holístico y adaptación al y del medio.
Importante a la par fue la instrucción recibida en casa donde se les enseñaba educación, saber estar y respeto hacia los integrantes de la comunidad (incluidos animales, árboles, ríos… en definitiva: el entorno).
La imitación y la involucración, usadas como herramientas en un continuo proceso de aprendizaje holístico y adaptación al y del medio, hacían partícipe al niño de todo o parte del proceso de abastecimiento y demás labores. Pese a su mínima aportación, le suponía la integración con el entorno y la comprensión de los diferentes ritmos, el causa-efecto, así como el desarrollo de la creatividad al solventar contratiempos derivados del clima, maquinarias, animales u otros humanos. A la par, formaba parte directa y/o indirecta de los ritos de paso característicos de su propia edad o como espectador de los ajenos.
Den prioridad y celebren la tríada más valiosa: pueblo – abuelos – infancia y veremos una sociedad fuerte como el roble.
Pocos se crían hoy persiguiendo gallinas o limpiando cuadras. Menos conocen el olor de la hierba en verano, el baño en el frío río o un color de una nieve diferente al pantone gris polución. Ya no se rompen brazos ni gafas. Ya no hay rodillas con costras o brazos y piernas con urticaria tras caerse de la bici sobre ortigas. Ya no hablan con los abuelos, quienes son los principales portadores del conocimiento y se encuentran en extinción. Palabras como retales, garabatu, o cuarterón, suenan con escasos ecos en favor de la pasividad autómata que otorga una pantalla de 5 pulgadas a 4k y sin calor.
A pequeños y mayores regalen libros sobre el campo, los espacios naturales de su entorno y fomenten el conocimiento natural. Hagan rutas, visiten museos y lugares con carga etnográfica así como nuevos pueblos. Coman en los restaurantes más humildes con ojos abiertos y oídos dispuestos a captar todo cuanto ofrecen las gentes locales. Salgan a la naturaleza, retomen el contacto sintiendo las viejas piedras, las cortezas de los grandes robles y olvidando el frío, neutro y desaliñado cemento. Den prioridad y celebren la tríada más valiosa: pueblo – abuelos – infancia y veremos una sociedad fuerte como el roble.