Narra Manuel Azaña en carta al abogado Ángel Ossorio el 28 de junio de 1939 el éxodo de los refugiados en su rumbo a Francia en los primeros días de febrero de aquel desgraciado año: ‘Una muchedumbre enloquecida atascó las carreteras y los caminos, se desparramó por los atajos, en busca de la frontera (…) El tapón humano se alargaba quince kilómetros por la carretera. Desesperación de no poder pasar, pánico, saqueos y un temporal deshecho. Algunas mujeres malparieron en las cunetas. Algunos niños perecieron de frío o pisoteados’. Muchos de aquellos refugiados acabaron semanas después en el campo creado al efecto en la playa de Argelès-sur-Mer, confinados en condiciones deplorables, bajo el control de las tropas coloniales, padeciendo enfermedades, penurias y desesperanza mientras las autoridades francesas, cuya respuesta estuvo lejos de ser humanitaria, dirigían su país hacia la derrota y la ocupación alemana unos meses después. El dramatismo de la escena, muestra de los horrores de la guerra y plasmación descarnada del hundimiento del sueño republicano, es uno de los acontecimientos capitales de nuestra historia contemporánea, porque los momentos de derrumbe de esta clase (en nuestro episodio regional, la salida en masa por el puerto del Musel el 20 de octubre de 1937) ejemplifican el desastre con toda su plasticidad y el coste humano consiguiente. La Europa del siglo XX, en particular hasta la estabilización del continente tras la II Guerra Mundial, vivió episodios de similar crudeza, resultado de las contiendas, el movimiento drástico de fronteras y las convulsiones políticas.
El hastío de las guerras y de su brutalidad dio lugar a partir de 1948 a los principales instrumentos internacionales de protección de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario. La conciencia de que la población que huye de la violencia y la persecución merece la protección de la comunidad internacional y de los Estados, permitió la adopción, en 1951, de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados. Con el tiempo, la consecución en Europa de un periodo de paz prolongado (con la terrible excepción de las guerras asociadas a la desintegración de la antigua Yugoslavia), en paralelo a la construcción de lo que hoy es la Unión Europea y la ruptura de la política de bloques con el fin de la Guerra Fría, y, por otro lado, el reciente florecimiento de una posición defensiva y recelosa ante la intensificación de flujos de inmigración provenientes de otros países (en muchos casos, el reflujo desde las antiguas colonias a las viejas metrópolis), quizá hayan debilitado, a fuerza de desmemoria o desconfianza al extranjero, la percepción humanitaria sobre lo que comporta la masiva huida de quienes escapan del conflicto y, en especial, los deberes de quienes reciben a esa población desamparada.
Las imágenes de los refugiados bajo contención policial -inútil a la postre- en la frontera de Macedonia con Grecia, y del asalto a la desesperada de los vagones en Gevgelija, nos devuelven a la realidad de un mundo agitado, de la que no podrá escapar Europa.
La conmoción que vive en los últimos años la orilla sur del Mediterráneo y el Sahel, el acortamiento de distancias con las nuevas comunicaciones y las crisis de algunos países, que ya es de carácter endémico, despiertan a Europa del espejismo de placidez (pese a las dificultades, la crisis económica y la desorientación del proyecto común) con el golpe en la puerta que nos presenta, con la embestida trágica de los hechos, las consecuencias de guerras y sacudidas a las que, aunque quisiéramos, no podemos ser ajenos porque ya no son lejanas ni pueden ser aisladas.
Las imágenes de los refugiados bajo contención policial -inútil a la postre- en la frontera de Macedonia con Grecia, y del asalto a la desesperada de los vagones en Gevgelija, primera estación en la que tomar un tren hacia el Norte, nos devuelven a la realidad de un mundo agitado, de la que no podrá escapar Europa. Mientras Siria se desgarre en una guerra civil interminable, el Estado Islámico y sus émulos abonen con sangre el terror de su pesadilla totalitaria desde Nigeria hasta Yemen, Libia no salga del caos en el que se ha convertido, Afganistán, Iraq o Somalia no superen su condición de protectorados o estados fallidos, Eritrea no se libere de la dictadura atroz, o no se pacifiquen Sudán del Sur o la República Centroafricana, la riada de refugiados continuará, las dificultades de los países del Sur de Europa para abordar la situación se harán más patentes y la capacidad de acogida de los lugares de destino deseados en el Norte menguará bajo el ambiente generado por el oportunismo xenófobo.
De nada servirá el cínico propósito de reducirlo a una mera crisis migratoria, ni, peor aún, el alambre de espino en la frontera húngara; porque no es sólo la falta de expectativas y el deseo de una vida mejor lo que mueve a los que salen con lo puesto pagando lo que sea a los traficantes de personas. Lo que se juegan es la supervivencia y escapar es su única salida, casi su deber. Como lo es para la comunidad internacional, y para la Europa compelida por los acontecimientos, acoger dignamente y actuar en todos los ámbitos para resolver los conflictos que incendian los lugares de origen de esta desdichada gente.