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sábado 23, noviembre 2024

El proyecto europeo en crisis

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La elevada abstención protagonizó, antes que cualquier resultado, las elecciones al Parlamento Europeo celebradas el pasado 7 de junio. Fue la nota predominante en la mayoría de los 27 países de la Unión Europea que escogieron a 736 Diputados para representar a casi 500 millones de ciudadanos (de estos, unos 375 millones de electores).

La participación a nivel europeo fue del 43%, y en España, aunque ligeramente superior, sólo alcanzó el 46%; porcentaje similar al registrado en Asturias, Comunidad en la que fuimos a votar 420.785 ciudadanos, declinando hacer uso de su derecho, por un motivo o por otro, consciente o despreocupadamente, 491.566 electores.
Con independencia de los variopintos análisis realizados sobre el resultado de las elecciones y sus lecturas a todos los niveles, a nadie puede dejar indiferente el pobrísimo interés que las elecciones han despertado entre los llamados a votar. En algunos casos el absentismo electoral se ha manifestado revelador, con porcentajes de participación inferiores al 30% en países incorporados recientemente como Eslovaquia, Rumanía, Eslovenia, Polonia, Lituania o la República Checa, de los que, a tenor de lo visto, sería deseable una mayor vocación europeísta. No obstante, la tónica, con diferentes intensidades, es común en el conjunto de la Unión, ya que la participación ha experimentado un continuo descenso en las sucesivas convocatorias, desde el 62% en los comicios de 1979 hasta la actualidad. En España la tendencia es similar, aunque con algunas particularidades: en las primeras elecciones para elegir Diputados al Parlamento Europeo, en 1987, votó un 68% del electorado; en algunas convocatorias posteriores se volvieron a dar índices cercanos, como el 63% de 1999, año en que coincidieron con las elecciones autonómicas y municipales. Pero en las dos últimas convocatorias -2004 y estas últimas- la participación se ha estabilizado en un 45% o 46%, una cifra que habla bien a las claras del limitado grado de atención que concitan estos comicios, pese a que en parte hayan sido interpretados en clave nacional o autonómica, también por los propios partidos políticos concurrentes.

Estamos en un momento de creciente desinterés o incluso desafecto hacia el proyecto europeo.
Las circunstancias globales, la pérdida del sentimiento europeísta y los problemas para superar el estancamiento institucional de la Unión suponen el desafío de mayor envergadura en este momento.

Al lamentar la escasa implicación de los ciudadanos en las pasadas elecciones se ha resaltado la dificultad de transmitir la incidencia que las decisiones tomadas en el ámbito de la Unión Europea tienen sobre la realidad cotidiana. En Asturias se ha subrayado, con razón, que son las políticas regionales comunitarias (a través de los fondos estructurales y de cohesión) las que permiten la construcción de infraestructuras básicas (puerto del Musel, autovías, trazado ferroviario de alta velocidad, etc.); que el mantenimiento de sectores económicos en su conjunto no se puede entender sin la referencia al mercado interior en la Unión; que la actividad económica y las formas de vida en el medio rural dependen en buena medida de las políticas europeas; etc.
Efectivamente, la cesión de soberanía que la integración europea ha representado ha dotado a la Unión de competencias y facultades muy notables. Sin embargo, la relativa lejanía y la complejidad de las estructuras institucionales y administrativas de la Unión pueden dificultar que el ciudadano identifique adecuadamente el origen de las decisiones, los programas y objetivos que persiguen los mandatarios comunitarios o incluso los valores que pretende representar el propio proyecto europeo. A estas dificultades se suma la intensa crisis de crecimiento que vive la Unión Europea, ampliada de 15 a 27 miembros en un breve periodo de tiempo, con la integración de países de trayectoria histórica relativamente diferente de la de Europa Occidental. Se añade a este complicado escenario la innegable crisis institucional en curso, tras el fracaso de la refundición y simplificación de tratados que representaba la Constitución Europea, y con las actuales sombras e incertidumbres sobre la ratificación del Tratado de Lisboa. Estos obstáculos han impedido que, por el momento, se reordenen y aclaren mejor los procedimientos de toma de decisión y se perfeccione la arquitectura comunitaria, para hacer más visible -y susceptible de un mejor control democrático- la gestión del poder político comunitario en las instituciones europeas.
Pese a ser la experiencia más desarrollada y eficaz de integración de los países de una misma región, fundada sobre objetivos políticos elevados (creación de riqueza y cohesión social, respeto a la diversidad, solución pacífica de controversias, protección del medio ambiente, defensa de los derechos humanos y la democracia, etc.), estamos en un momento de creciente desinterés o incluso desafecto hacia el proyecto europeo. Las circunstancias globales, la pérdida del sentimiento europeísta y los problemas para superar el estancamiento institucional de la Unión suponen el desafío de mayor envergadura en este momento. El Parlamento Europeo, que es la institución comunitaria cuya legitimidad democrática de origen es más fuerte (aunque se haya resentido por la baja participación), debe mantener viva la esperanza europea, alentando la recuperación del pulso integrador, superando esta prolongada fase de apatía y decepción. §

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