Hace unas semanas el Gobierno de España aprobó el Proyecto de Ley Orgánica de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo, que ha iniciado su tramitación parlamentaria en las Cortes Generales.
La parte más polémica de esta iniciativa legislativa, obviando otra parte de su contenido, es el tratamiento que se da a la interrupción voluntaria del embarazo, modificando sustancialmente el enfoque jurídico precedente, introduciendo un sistema de plazos que permita la interrupción libremente en las primeras 14 semanas y en determinadas circunstancias excepcionales hasta las 22 semanas. El proyecto ha generado un frontal rechazo en algunos sectores sociales, eminentemente conservadores, con sonadas movilizaciones como la manifestación celebrada el 17 de octubre en Madrid, a la que asistieron también representantes de algunas asociaciones antiabortistas con actividad esporádica en Asturias. De estas protestas cabe percibir que, aunque se expresen ahora ante la reforma legal propuesta, su rechazo alcanza en su integridad al aborto –en cualquier supuesto, se diría-, reeditando argumentos y eslóganes de un debate que, aunque perenne por su naturaleza, ya tuvo su algidez a mediados de los años 80 y quedó parcialmente resuelto entonces. La postura dogmática esgrimida, no conviene olvidarlo, tiene como punto de partida una profunda incomprensión de las circunstancias de la mujer que enfrenta la decisión de interrumpir un embarazo, con la poco disimulada pretensión de privarle de la facultad de tomar tal determinación, admitiendo como posible, por lo tanto, la opción de que una mujer se vea obligada a llevar un embarazo hasta el final, contra su voluntad.
El cambio de enfoque que la reforma legal introduce es, en todo caso, necesario y responde a una realidad objetiva. Hasta la fecha el aborto, en la literalidad de nuestro ordenamiento, ha tenido un tratamiento eminentemente penal, considerando que sólo en una serie de supuestos justificados la producción de un aborto no era susceptible de reproche. Este planteamiento tuvo su reflejo en las limitaciones de la puntual reforma del anterior Código Penal (el de 1973) llevada a cabo –también con un intenso debate social y jurídico, recurso de inconstitucionalidad incluido- mediante la Ley Orgánica 9/1985, que introdujo, mediante un nuevo artículo en dicho Código, el 417 bis, la despenalización en los supuestos de grave peligro para la vida o salud física o psíquica de la mujer, embarazo a consecuencia de una violación, o si se presume que el feto habrá de nacer con graves taras físicas o psíquicas (con una serie de requisitos adicionales sobre acreditación de las circunstancias y plazo para la interrupción del embarazo). Precisamente el precepto introducido en el antiguo Código Penal es el único vestigio de éste aún invocado como norma vigente por nuestro derecho, lo que es síntoma de la dificultad, hasta ahora, de afrontar la reforma. En efecto, primero el Código Penal de 1995 (aprobado por Ley Orgánica 10/1995), y posteriormente la Ley Orgánica 5/2000, reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores, sustituyeron al Código Penal de 1973, salvo en el citado artículo 417 bis, que complementa la regulación del actual Código Penal, y que sigue siendo la referencia normativa que recoge los casos en que el aborto queda fuera de la persecución y castigo penal.La postura dogmática esgrimida tiene como punto de partida una profunda incomprensión de las circunstancias de la mujer que enfrenta la decisión de interrumpir un embarazo, con la poco disimulada pretensión de privarle de la facultad de tomar tal determinación.
Como es de común conocimiento, la interpretación que, a lo largo de los años, se ha venido haciendo de los supuestos de despenalización ha sido bastante extensiva, de modo que se ha generado una conciencia colectiva sobre la posibilidad efectiva de abortar libremente, aunque la interrupción no sea posible realizarla, por lo general, en el sistema sanitario público (por lo tanto con la necesidad de sufragar el coste de la operación en centros privados) y además desde el punto de vista formal haya que seguir invocando supuestos como –el más habitual- el peligro para la salud psíquica de la mujer embarazada. Esta realidad, unida a otras muchas circunstancias sociales, empezando por las importantes insuficiencias en materia de educación sexual (que el Proyecto de Ley también pretende contribuir a resolver), explican en parte el fuerte incremento de las interrupciones voluntarias del embarazo practicadas en España, ya que según los datos estadísticos del Ministerio de Sanidad y Políticas Sociales, en 2007 se alcanzó la cifra de 112.138 abortos frente a los 53.847 de 1998, casi duplicándose la tasa de interrupciones practicadas (de 6 por cada 1.000 mujeres en 1998 a 11,49 en 2007), de las cuáles el 97% se produjeron en centros privados. En Asturias, la tasa es inferior a la media (7,72 abortos por cada 1.000 mujeres en 2007) y se mantiene relativamente estable en los últimos años; por cierto, algo tendrá que ver en estos datos de nuestra Comunidad el continuado esfuerzo desplegado en materia de educación sexual en el ámbito educativo, juvenil y en las políticas de salud pública.
Es razonable afirmar que la realidad social ha superado claramente la regulación hasta ahora vigente, pero este desajuste provoca aún situaciones de inseguridad jurídica para mujeres que han decidido la interrupción del embarazo, y para los profesionales sanitarios que participan en la operación. La reforma legal en curso, en consecuencia, supone corregir una disfunción en nuestro ordenamiento jurídico, adecuándolo a la realidad social mayoritariamente aceptada, permitiendo un tratamiento no exclusivamente penal de la interrupción voluntaria del embarazo, y confiando a las mujeres la capacidad de decidir sobre su propio embarazo. Al mismo tiempo, se encara una realidad -que es y será necesariamente conflictiva en el debate ético- superando la hipocresía dominante en la aplicación de la actual regulación.