En 1936, en ‘El camino a Wigan Pier’, George Orwell describe, a medio camino entre el estudio sociológico, el reportaje y la denuncia militante, bajo el encargo del editor y utopista Víctor Gollancz, la situación de la clase trabajadora en los condados de Lancashire y Yorkshire, en el Norte de Inglaterra. Son años de convulsiones sociales y desconcierto político, en los que la postración material de la mayoría es peor que en la década anterior y las tensiones de una Europa que avanzaba hacia la II Guerra Mundial se dejaban sentir en la conciencia común sobre el dramatismo del tiempo que en suerte les había correspondido vivir. Orwell dedica una parte inicial de su ensayo a recoger datos sobre las estrecheces cotidianas de las personas humildes, sumadas a relatos individuales de las dificultades y al detalle de aquel entorno que conoció en su estudio de campo, junto con impresiones sobre las circunstancias socioeconómicas que provocaban tal estado de cosas. Orwell refleja la existencia, no solo modesta sino materialmente pobre, del proletariado inglés, incluso en los casos en los que el cabeza de familia contaba con empleo; así como la situación abiertamente miserable de aquellos para quienes el paro o los trabajos de ocasión eran la realidad cotidiana. Caldo de cultivo para la desesperanza, la mezquindad y el oportunismo en un contexto hostil; pero también para la solidaridad y para encontrar un revulsivo que permitiese cuestionar las bases de un sistema económico en el que, pese a los progresos del maquinismo y la industrialización, muchos quedaban condenados a la penuria. En 1937, cuando se publica su obra, Orwell ya está en España combatiendo en el frente de Aragón como miliciano, perdiendo a su vez toda inocencia al contemplar de primera mano los estragos del totalitarismo estalinista en la retaguardia.
Sin duda y por fortuna, los tiempos han cambiado, y mucho, desde aquellos años previos al gran desastre de la Guerra Mundial. El progreso colectivo ha permitido el acceso a la educación, a la atención sanitaria y a unos ciertos estándares de bienestar material a una parte muy importante de la población. El ambiente urbano insalubre e inseguro que describe Orwell es un paisaje lejano en buena parte de los territorios que sufrieron la herida de la rápida industrialización, primero, y del implacable pero lento ocaso de décadas, después. Y, aunque la inestabilidad política de nuestro tiempo es creciente, e incluso reverdecen algunas amenazas frente al ideal democrático o la construcción europea, estamos lejos de la hecatombe que representó el ascenso de los fascismos en los años 30.
La minusvaloración del trabajo lleva camino de convertirse en el signo económico de nuestro tiempo. Y, con él, las consecuencias sociales.
Una nota, sin embargo, emparenta de forma singular estos tiempos con aquellos. Al igual que en aquel entonces la degradación del trabajo asalariado condujo a una precariedad difícil de soportar para muchos de los trabajadores y sus familias que Orwell nos describe, hoy el fenómeno de la pobreza laboral resurge, con nuevas formas de presentarse y distintas circunstancias, pero con un elemento común: el hecho, amargo y disolvente para la cohesión social y la modernización de la economía, de poder contar con un empleo y sin embargo no alcanzar unos ingresos suficientemente amplios como para tener medios materiales dignos para uno mismo y para los suyos. Este fenómeno no es, como vemos, nuevo, pero quizá sí lo sea la renovada amplitud de su dimensión, en países como el nuestro que, a pesar de la lenta recuperación del crecimiento económico, arrastra como una pesada losa las consecuencias sociales de la crisis de los últimos ocho años.
Si el 34% de los asalariados (5,7 millones de personas), tienen un salario de unos 9.000 € al año (según datos de la Agencia Tributaria de noviembre de 2014); si el salario bruto medio anual cayó desde los 19.113 € en 2010 hasta los 18.505 € de 2013; si los ocupados subempleados que queriendo trabajar a tiempo completo tienen que conformarse con empleos de menos horas pasaron de 1,4 millones en 2006 a 2,4 millones en 2013 (y no porque se haya creado nuevo empleo, sino porque se precariza el que hay); si el paro endémico (1 de cada 4 trabajadores) viene acompañado de una cobertura limitada (1 de cada 3 desempleados no cobra prestación), el resultado es que la minusvaloración del trabajo lleva camino de convertirse en el signo económico de nuestro tiempo. Y, con él, las consecuencias sociales: el 27,3% (4 puntos más que en 2007) de la población vive en riesgo de pobreza y exclusión (índice europeo AROPE) y el Índice Gini (entre el 0, que es la igualdad total de ingresos, y el 1, que es la hipótesis de máxima desigualdad) se sitúa en 0,35, en ascenso desde el 0,30 de 2007.
Ahora que se adquiere conciencia política de los peligros de la desigualdad y que el conocimiento de la realidad es más asequible que en la época del viaje de Orwell al corazón de la Inglaterra desolada de la crisis industrial posterior a la Gran Depresión, esperemos estar a tiempo de reaccionar para que el dramatismo de aquellos tiempos pueda ser motivo literario y no objeto de noticia de actualidad.