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lunes 9, diciembre 2024

Capítulo I: Lluz de Serena

Adolfo Lombardero
Adolfo Lombardero
Escritor de "La Ayalga: el tesoro de Asturias"

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El sopor del sueño se diluyó poco a poco acompasado con el vaivén de las olas.

Era de día, un día gris. Podía intuirse gracias a la escasa luz que tímidamente se colaba a través del ojo de buey.
Con un sobresalto, Elba se incorporó en el camastro, una avalancha de recuerdos se agolparon en su mente.
Miró a su alrededor.
No lograba reconocer aquel camarote.
Una neblina persistente se apoderaba de su razonamiento. Se sentía mareada. Trató de llevarse una mano a la cabeza e inmediatamente un dolor agudo dirigió la atención de Elba hacia su brazo izquierdo. Estaba entablillado, firmemente sujeto con unas vendas que rodeaban su muñeca y su dedo pulgar.
Volvió a examinar la estancia, no recordaba cómo había llegado allí, ni siquiera era capaz de hacerse una idea aproximada de cuánto tiempo llevaba durmiendo.

Su instinto la empujaba a permanecer alerta. Hizo inventario mental de todo lo que la rodeaba en busca de un arma con la que protegerse y una vía de escape segura.

Sintió sed, una sed depredadora que la impulsó a moverse en dirección a la vasija que había posada junto al camastro.
Moverse significaba dolor.
A duras penas pudo asirla con ambas manos, pues el entablillado de su muñeca dificultaba sus movimientos. Levantó el recipiente y bebió hasta saciarse. Casi derramó la mitad del líquido por el ansia. Soltó la vasija fatigada.
Su instinto la empujaba a permanecer alerta. Hizo inventario mental de todo lo que la rodeaba en busca de un arma con la que protegerse y una vía de escape segura.
Todo lo que encontró fueron sus viejas ropas debidamente dobladas sobre una silla.
Reflexionó.
Si alguien hubiese pretendido dañarla ya lo habría hecho. Dedujo pues, que no se encontraba en peligro. Seguramente alguien la habría rescatado del mar.
Otra tromba de imágenes desordenadas se revolvieron en su mente: imágenes mezcladas con recuerdos y sueños, una amalgama de vivencias parecida a una pesadilla. Visualizó un enorme ojo que la miraba fijamente desde la oscuridad de una cueva, y por algún extraño motivo, esto no le provocó ningún miedo sino todo lo contrario, aquella ensoñación le producía cierto sosiego.
Ató cabos.
Trató de salir del camarote en busca de su rescatador. Al abrir la puerta pudo ser consciente de la debilidad de sus músculos, parecía llevar días sin haberlos utilizado. Agarrándose donde pudo ascendió costosamente los tres escalones que daban a la cubierta.
La claridad del día la cegó de lleno.
Asomando tímidamente la cabeza y protegiendo sus ojos con la palma de la mano, hizo un rápido examen visual en busca de alguien. Pudo ver a un hombre sentado en el borde de la proa.
Parecía pescar distraído con una pequeña caña, sus pies colgaban por la borda de la embarcación.
Cuando Elba se incorporó en la cubierta, el crujir de las maderas delató su presencia.

Asomando tímidamente la cabeza y protegiendo sus ojos con la palma de la mano, hizo un rápido examen visual en busca de alguien. Pudo ver a un hombre sentado en el borde de la proa.

El hombre, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo y sin volver la mirada, dijo con voz lenta y sosegada:
—Si continúas así, lo único que vas a lograr es caerte y espantar la cena…— A Elba le pareció una sentencia irónica vestida de voz grave. En cualquier caso, fue una curiosa manera de entablar diálogo.
—Aún estás muy débil para caminar jovencita…— su tono se volvió más amable y Elba pudo vislumbrar un atisbo de sonrisa.
—Me llamo Elba— fue todo lo que alcanzó a pronunciar. Su propia voz le pareció ajena.
—Me alegro de conocerte, Elba. Mi nombre es Ager.
Elba dirigió cuidadosamente sus pasos hacia el hombre, sin producir ruido alguno y se sentó a su lado abrazando las rodillas.
El hilo de la caña comenzó a moverse. Primeramente fue un tirón tímido.
Ager permaneció inmutable, no hizo ni un solo movimiento. Después fueron dos los tirones que dio el hilo, esta vez más fuertes.
—Chssst…, no pestañees pequeña Elba…— Pronunció el hombre casi sin mover los labios- ya casi…
De pronto el hilo comenzó a dar tirones y a moverse frenéticamente, no había duda de que algo había picado. Ager parecía ajeno al entusiasmo de Elba y recogió hábilmente la captura. Una vez desenganchado el anzuelo de la boca del pez, Ager lo sujetó por la cola y con una enorme sonrisa exclamó:
—¡Ya tenemos cena!

Sargo

Aquella noche Ager preparó un suculento festín. Los dos trataban de mantener una actitud cordial, incluso bromearon acerca de las dimensiones del xargu que Ager había pescado.
Con el estómago lleno y bajo la luz de las estrellas los dos compartieron un placentero silencio hasta que Elba lo rompió de sopetón con una pregunta que se escurrió por sus labios sin demasiada reflexión:
—¿No es un barco demasiado grande para un solo marinero?— Preguntó mirando distraídamente hacia lo alto del mástil.
—No lo suficientemente grande, si tenemos en cuenta que es mi hogar—. Ager acompañó su respuesta con una sonrisa condescendiente, como si ya hubiese respondido aquella pregunta un millar de veces.
Elba recibió aquella respuesta al mismo tiempo que en su cabeza resurgían recuerdos vanos y confusos, como un brote. La paz a bordo de la embarcación había hecho que se olvidara de su situación por unos momentos.
—Gracias por rescatarme Ager, me has salvado la vida—.
—Cualquiera lo hubiera hecho mi querida Elba— Ager respondió quitándole importancia al asunto, con cierto rubor, pues dada su evidente timidez, parecía incomodarse con los cumplidos.
—No logro componer mis recuerdos con lucidez. Las ideas, los sueños y los recuerdos se entremezclan y carecen de sentido… —Elba pronunció estas palabras ensimismada y con la mirada perdida. Su dulce sonrisa se vio desplazada por una expresión casi amarga.
—Tranquila pequeña Elba, todo llegará… Todo llegará.

Barco

A la mañana siguiente Elba acudió a cubierta dispuesta a trabajar. Elba prefería sentirse útil, era algo que había aprendido una vez, aunque no lograba recordar cuándo ni dónde, pero percibía aquella necesidad de ser útil como algo esencial en su carácter. Observó a Ager mientras este faenaba a estribor. Elba pudo deducir rápidamente que aquel hombre era un experimentado marinero. Ager se las ingeniaba perfectamente solo para gobernar aquella nave sin más tripulación y sin ninguna ayuda.
Elba se acercó a él, cogió una de las agujas de entre los aperos para reparar redes y trató de anudar los hilos rotos por el uso. Parecía que sus manos recordasen aquella labor, aunque su brazo entablillado no le permitió hacer ni un solo nudo.
Ager no la interrumpió.

—¿Hacia dónde nos dirigimos? —Preguntó Elba sin rodeos.
—No comprendo tu pregunta.
—El ancla está izada, media vela, el timón sujeto a la vía… ¿Qué rumbo has trazado? — Elba dijo esto como si sus razonamientos se apoyasen en una lógica aplastante y respaldaran los motivos de su pregunta.
—Nos dirigimos al mar—. La respuesta dejó atónita a Elba.
—Entonces creo que ya hemos llegado… —Contestó haciendo gala de un gesto sarcástico y señalado a su alrededor—. ¿Quieres decir que no pretendes arribar costa?, ¿no necesitas víveres?, ¿aceite para los candiles?, ¿agua, tal vez?
—Hace años que no piso tierra firme. Todo lo que necesito de otras personas lo consigo comerciando con las embarcaciones que me cruzo en travesía.
Ager creyó intuir la preocupación de la muchacha.
—No te preocupes joven Elba, podrás subirte a la primera embarcación que encontremos. Ellos te llevarán a tierra. Pronto estarás a salvo.
Elba no supo bien qué decir, ya se sentía a salvo, aunque tuvo que admitir para sí misma que la respuesta de Ager había causado una enorme curiosidad acerca del propósito en la vida que tenía el marinero, y un sinfín de preguntas afloraron en su pensamiento.
—¿Por qué vives en el mar? —Preguntó esto realmente interesada en la historia de aquel hombre, que de pronto se le antojó enigmático. Trató de imaginarse el pasado de Ager y los motivos por los que éste había echado su vida al mar, pero Elba esperó pacientemente la respuesta de Ager antes de adelantarse a los acontecimientos y prestó toda su atención a las palabras que su reciente amigo iba a pronunciar. Ager la había acostumbrado a respuestas inteligentes; al hablar siempre parecía escoger con cuidado sus palabras, y acostumbraba a percibir un punto de vista que a cualquier otra persona se le hubiese escapado.

Elba escuchaba con toda su atención, casi reprimiendo el aliento para no interrumpir de ningún modo el relato de Ager, que de alguna forma, estaba abriendo su corazón de par en par.

—Vivo en la mar porque en ella se encuentra aquello que busco.
—¿Y qué es lo que buscas?
—Amor mi querida Elba, busco a mi amor… —Ager acompañó sus palabras con una mirada nostálgica que se perdía en el horizonte, mientras sus manos anudaban un cabo.
—¿Buscas el amor en un desierto de agua? —La rabiosa curiosidad de Elba le impedía retener sus preguntas.
—No busco “el” amor, mi joven amiga—. Ager corrigió a Elba con suspicacia. —Busco a “mi” amada. Y el mar no es un desierto —apuntilló—, bajo la calmada superficie de estas aguas hay mucho más de lo que te imaginas.
—¿A qué te refieres?
—Los seres del mar… Osomarines, urrucuruxes, espumeros, serenes, ventolines… Incluso he visto a los cuélebres cuando son ancianos dirigir su vuelo hacia La Mar Cuayá…
Ager tomó aliento y midió bien sus palabras.
—A una docena de días de navegación, al norte de aquí, comienza el océano conocido por su calma blanca, el mar se vuelve hielo y forma una capa blanca que refleja la luz del sol como un manto de diamantes… Tendrías que verlo…— Los ojos de Ager mostraban visos de felicidad, y su voz parecía contener el anhelo de contar su historia una última vez.
Elba escuchaba con toda su atención, casi reprimiendo el aliento para no interrumpir de ningún modo el relato de Ager, que de alguna forma, estaba abriendo su corazón de par en par.
—Bajo la superficie de ese manto de hielo existe un reino esmeralda, un lugar plagado de praderas, donde las corrientes que golpean los arrecifes crean maravillosas cavernas bajo el agua, repletas de colores y de vida, donde les serenes se reúnen y cantan a las olas del mar…— hizo una pausa y sin dirigir la mirada hacia Elba en ningún momento, prosiguió con su relato.
—Hace ya más de cien lunas, cuando la juventud recorría mis venas del mismo modo que ahora recorre las tuyas, dedicaba mis labores a la pesca y vivía en una choza junto a mis padres, cerca de la orilla del mar. Un día como otro cualquiera salí a pescar en mi pequeña barcaza y al recoger la red, descubrí que había atrapado sin quererlo a una bella mujer. Al principio traté de recoger la red para liberarla y evitar que se ahogase, pero cuál fue mi asombro al descubrir que aquella bella joven tenía la mitad de su cuerpo cubierta de escamas de pez y sus pies no eran tal cosa, sino una cola similar a la de un delfín. Decidí lanzarme al agua para desenredarla. Ya casi lo había logrado cuando fueron mis pies los que se quedaron atrapados por mi propia red. Traté de patalear para liberarme, pero el peso me hundió hacia la oscuridad. Me ahogaba. Mis pulmones estaban a punto de explotar. En el último momento, cuando la vida se me escapaba y mi cuerpo se proponía inhalar la primera bocanada de agua, la joven muchacha con cola de pez nadó hacia mí y me insufló la respiración con un profundo beso que me dio la vida. Aquel aliento me proporcionó las fuerzas y la voluntad suficientes como para luchar contra la oscuridad del fondo por salir a la superficie. Continuaba descendiendo atrapado por el cordal. Una bocanada de aire no sería suficiente si no lograba desenredarme. Mis movimientos, convulsos por la falta de aire, llamaron de nuevo la atención de aquella mujer-pez y fue ella la que, nadando grácilmente, me liberó.
Me encontraba a demasiada profundidad, la luz del día casi se había borrado del todo para mí. Di brazadas en dirección ascendente. La joven serena se arrimó a mi cuerpo y cogió mi rostro con ambas manos. Solo pude quedarme inmóvil, atrapado por su belleza mientras flotábamos en el vacío. Acercó sus labios a los míos y respiró a través de mí. Ascendimos lentamente, acompasados en una especie de baile, en un abrazo de vida. Al llegar a la superficie nos miramos a los ojos en silencio. Y se fue.

Mientras contaba su historia, el semblante de Ager reflejaba la ilusión de un niño y la decepción de un buscador de tesoros al que la vida se le escapaba sin haber topado su ayalga.

—Me enamoré. Me enamoró. Pasé los días y las noches oteando el mar en busca de una estela de espuma, de una señal… Nada. La más absoluta nada. Pasé mi juventud soñando con la bella serena que me había salvado la vida con un beso. Me dormía cada noche con la eterna y doliente duda de saber si ella sentía lo mismo por mí—. Ager hizo una pausa en busca de la mirada de Elba, que lo observaba con los ojos muy abiertos y absorbida completamente por la historia.
—Varios años después, una noche de luna llena, mientras preparaba el fuego del hogar, visitó mi cabaña un pequeño ser alado, con cara de niño. Se coló por mi ventana y…
—¿¡Un ventolín!? —Interrumpió Elba entusiasmada.
—Supongo que sí. Aquel ser me trajo un mensaje de mi amada: un suspiro de amor atrapado en una concha. Esa señal precipitó mi vida al mar. Tardé varios años en construir esta nave y la llamé “Lluz de Serena”, en honor a Ella. Desde entonces dediqué cada día de mi vida a encontrarla.
Y no pararé hasta lograrlo.

Sirena

(Continuará…)

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