Tras prejubilarse de Naciones Unidas, este profesor de derecho internacional reparte su tiempo entre su casa en Ginebra y sus viajes por el mundo, siempre por asuntos relacionados con los derechos humanos. Cuando puede, recala en su Asturias natal para reponer fuerzas, donde además está la sede de la Asociación Española para el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (AEDIDH). Allí, entre otros temas, trabajan en un ambicioso objetivo: el reconocimiento de la paz como derecho humano por parte de Naciones Unidas, y su inclusión en la legislación internacional.
Como trabajador en el tema de los Derechos Humanos, Carlos Villán ha pasado gran parte de su vida profesional en las Naciones Unidas, lo cual le ha permitido tener experiencias de largo alcance, pero también le obligó a coartar sus expresiones individuales en favor de las institucionales. En su caso, habla de un punto de inflexión personal que tiene mucho que ver con la historia que vamos a contar: en 2003 Estados Unidos y sus aliados -entre ellos España- comienzan la guerra contra Irak, «una guerra ilegal según las normas del derecho internacional, sin embargo en Naciones Unidas nos dieron instrucciones directas de que no podíamos abrir la boca con respecto a este tema». En ese contexto, Villán es invitado a dar una conferencia por el Instituto de Derechos Humanos de Cataluña, y cuando llega a Barcelona se encuentra con una tremenda cacerolada en la calle, mientras tenían lugar las manifestaciones contra la guerra. Contagiado por el espíritu de la protesta, cambia sobre la marcha el tema de la conferencia: «señores, el tema hoy es la guerra de Irak».
A partir de ahí se suceden los acontecimientos. «Por decirlo claro, me deslengüé. Y eso tuvo un precio, porque la situación se volvió insostenible y aproximadamente a los dos años me tuve que marchar de Naciones Unidas». Insiste, en cualquier caso, en que lo volvería a hacer: «ante semejante manifestación de la sociedad civil, no podía seguir amordazado».
En 2004 nace la AEDIDH, de la cual Villán es presidente, y que aúna a más de cien expertos de España y Latinoamérica. Y nace con una idea básica: si en la legislación internacional se reconociese la paz como derecho humano, ¿no habría resultado más difícil declarar la guerra de Irak? En 2006 quince expertos redactan un primer texto con el que trabajar: es la Declaración de Luarca.
-Pero no quedó ahí la cosa.
-No, claro: a partir de la declaración de Luarca, nuestro cometido fue compartirlo. Y durante cuatro años es lo que hicimos. Conseguimos un dinerillo de la Agencia Catalana de Cooperación al Desarrollo y montamos una campaña mundial de difusión del derecho humano a la paz. Siempre desde el punto de la sociedad civil, sin gobiernos ni autoridades, viajamos por las principales regiones mundiales y obtuvimos muchas reacciones y perspectivas diferentes. De manera que cuando al final de este proceso concluimos la revisión de la Declaración de Luarca en lo que se vino a llamar la Declaración de Santiago, en 2010.
«Es cierto que una declaración no tiene efecto vinculante, pero sí tiene efectos beneficiosos. Si se habla de violaciones de derechos humanos es porque esos derechos existen: esto para un jurista es muy importante»
-¿Qué es la paz como derecho humano?
-No es sólo la ausencia de conflicto armado, que es lo primero que a uno se le viene a la cabeza, y es de donde partimos (guerra de Irak). Eso es la paz negativa, pero existe la paz positiva, que supone eliminar los focos de violencia estructural, es decir, las desigualdades económico-sociales. Si tenemos mil millones de hambrientos en el mundo, que los tenemos, es evidente que la paz social no se puede dar. Por supuesto, esto es muy complejo, porque aunque se puede luchar contra el hambre, está claro que nuestros gobiernos no están por la labor, y menos el sistema capitalista actual.
Pero no nos quedamos ahí: hay que combatir la violencia cultural, que está muy extendida, empezando por la violencia contra la mujer, que es una epidemia en todo el mundo. Desde las relaciones personales hasta las gubernamentales, nuestra sociedad está basada en una cultura de la violencia: el que tiene la fuerza, gana. Por ejemplo, el gasto en armamento anual en el mundo es de miles de millones de dólares. Eso quiere decir que los países pobres retraen de lo que debieran invertir en el desarrollo económico y social de sus pueblos para defenderse, en realidad para defender a unas élites corruptas, beneficiando así a las grandes multinacionales que fabrican las armas, que están en su mayoría en Estados Unidos, y algunas en Europa. Entre ellas, por cierto, está España, que es el séptimo país exportador de armas del mundo. Así que hay que equilibrar: hay que invertir un poco más en cultura de paz y un poco menos en cultura de violencia.
-¿Cómo concretar un tema tan amplio en un texto de trabajo?
-Ha sido difícil, pero la clave ha sido que nos hemos mantenido en lo técnico y lo legal, tanto en la Declaración de Luarca como en la de Santiago. Hemos traducido a términos jurídicos lo que la sociedad civil piensa que es la paz, de manera que lo podamos «vender», y en eso estamos trabajando ahora, para que en su día la Asamblea General de Naciones Unidas apruebe una declaración universal sobre el derecho humano a la paz.
«La paz no es sólo la ausencia de conflictos, sino que supone eliminar los focos de violencia estructural, es decir, las desigualdades económico-sociales y la violencia cultural»
-¿Qué validez práctica tendría una declaración como ésa?
-Nosotros pensamos que va a producir efectos muy beneficiosos. Es verdad que una declaración no tiene efecto vinculante, pero también es cierto que va a favorecer un cambio de actitud. La Declaración Universal de Derechos Humanos es de 1948, y ha sido seguida por más de doscientos tratados que han ido desarrollando principios básicos, como el derecho a la vida. Y si se habla de violaciones de derechos humanos es porque esos derechos existen: esto para un jurista es muy importante. Y no sólo existen, sino que los propios estados se han apropiado del discurso de los derechos humanos porque, aunque luego lo manipulen, saben que es un discurso que da legitimidad. La Declaración Universal es el mayor legado de civilización del siglo XX, y el reto en el siglo XXI es conseguir que se aplique. En ese sentido, el derecho a la paz comprende todos los demás derechos humanos, los recoge y los multiplica. Reconocer ese derecho es el punto de partida para el desarrollo de normas jurídicas imperativas, y nuestro objetivo, cuando consigamos aprobar la Declaración, es trabajar en un tratado internacional. Pero es un proceso lento, de muy largo recorrido.
-¿En qué estado se encuentra el proceso?
-Estamos en un momento crucial, porque hemos conseguido que la declaración de Santiago haya sido aceptada en un 85% por el Comité Asesor, que es el primer órgano codificador de las Naciones Unidas. Y bueno, un 85% ya es respetable. Pero es lógico, porque ese comité está formado por expertos independientes de todo el mundo, que al fin y al cabo son sociedad civil, mucho más cercanos a nosotros. Durante dos años estuvimos trabajando con ellos, y las conclusiones se votaron, y se aprobaron, en el Consejo de Derechos Humanos en 2012.
A partir de ahí se crea un grupo de trabajo intergubernamental, y empiezan los problemas, porque mientras hay gobiernos que quieren matizar determinados aspectos, hay otros, como Estados Unidos o la Unión Europea, que se niegan directamente a reconocer el derecho humano a la paz. Probablemente en febrero de 2014 será la próxima reunión, y ahí se presentará un texto nuevo con el que trabajar, en el que intentaremos salvar lo posible.
«La Declaración Universal es el mayor legado de civilización del siglo XX, y el reto en el siglo XXI es conseguir que se aplique. En ese sentido, el derecho a la paz comprende todos los demás derechos humanos, los recoge y los multiplica»
-¿Cuáles son los puntos más conflictivos?
-Un punto que los estados interesados no quieren aceptar es la reforma del Consejo de Seguridad, que tiene una estructura entendible en el año 45, pero que hoy está totalmente obsoleta. No tiene sentido que haya cinco países con derecho a veto, sólo porque ganaron la Segunda Guerra Mundial. Pero lógicamente esos países se oponen a la reforma. Otro punto caliente es aceptar el derecho a la objeción de conciencia, a la desobediencia civil en general. Eso a los estados dictatoriales les cuesta mucho asumirlo, pero a nosotros nos parece un punto esencial.
Y otra cosa que no gusta nada es que exista un órgano de control de la aplicación de la declaración. Eso significa que vamos a exigir que esta declaración se cumpla, lo que ellos consideran que va a limitar su soberanía. O, si quieres, va a limitar su derecho soberano de declarar la guerra cuando les plazca.
-¿Su experiencia en Naciones Unidas está siendo útil en este proceso?
-En parte creo que es lo que nos ha permitido llegan tan lejos. Yo he ido aprendiendo a ver de dónde vienen las cornadas y tratar de evitarlas, a veces hay que tener cintura… sobre todo hay que saber tratar política y diplomáticamente a los gobiernos. Pero bueno, tampoco se pueden hacer milagros: cuando un gobierno niega categóricamente el derecho humano a la paz, hay poca negociación posible. Es lo que me preocupa en estos momentos, aunque sé que esto es un camino de largo recorrido. Desde luego, soy optimista.
Más información: www.aedidh.org