Nos está tocando vivir un momento especial en la historia de la humanidad. Un ser minúsculo ha irrumpido en nuestras vidas y ha puesto al descubierto nuestros aspectos más vulnerables, tanto en lo personal como en lo colectivo. Esta epidemia se ha llevado por delante a miles de personas, nos ha secuestrado en nuestras casas durante muchos días, nos ha aislado de nuestros seres queridos y está transformando nuestros modos de vida, por más que no queramos verlo. Y cuando había pasado el momento más duro y salimos a las calles con ansias de recuperar una cierta normalidad, de nuevo nos hizo ver que está ahí, oculto en cualquier lugar y dispuesto a hacerse notar al más mínimo descuido. Pero si algo ha puesto en evidencia este virus es la fragilidad del sistema en que vivimos y de la naturaleza que nos constituye.
La sociedad de consumo nos hizo creer que podíamos alcanzar cualquier capricho; bastaba con desearlo para que, de múltiples maneras, pudiéramos conseguirlo: tarjetas de crédito, de débito, préstamos… No había problema para conseguir dinero, y a pesar de que en la crisis del 2008 ya habíamos comprobado las consecuencias del consumo irresponsable, no aprendimos nada. En cuanto tuvimos la oportunidad, repetimos la misma forma de vida y volvimos al derroche irreflexivo, al margen de los que se habían quedado en el camino y de todos aquellos que sufren el abuso de nuestro sistema, con su pléyade de necesidades superfluas. Sin olvidar, en este desequilibrio, a todos los países empobrecidos, cuyos recursos son objeto de usura para mantener nuestro estado de bienestar.
Pues bien, en ese contexto de bonanza, se generó la falsa ilusión de que éramos dueños de un futuro sobre el que podíamos proyectar planes y proyectos sin incertidumbre alguna; más bien, con cierta soberbia, como si fuéramos inmortales por dar la espalda a la parca que pacientemente espera el momento de cada uno.
Este virus nos ha puesto de rodillas y ha demostrado que no entiende de clases sociales, ni de ideologías, ni de todas esas fronteras mentales que los seres humanos levantamos entre unos y otros, ya sea por diferencias religiosas, políticas, regionales o de cualquier otra índole.
La vida, tal como la conocíamos hasta ahora en este mundo del estado de bienestar, ha cambiado profundamente; ya no estamos tan seguros ni podemos organizar el futuro cercano con la certeza de que nuestros planes se pueden cumplir. Todo transcurre en la incertidumbre de cómo evoluciona la enfermedad y el horizonte que tenemos por delante no pinta bien. En medio de todo, buscamos entretenernos en las escasas oportunidades que nos deja esta situación, preñada de límites para los encuentros y la diversión, y esta necesidad de expansión, aunque es normal, puede tener graves consecuencias.
Hay mucho miedo en las miradas de algunas personas, y para colmo de males, algo que agrava este ambiente de tristeza contenida es el ejemplo de quienes tienen responsabilidades políticas que no transmiten ninguna seguridad ni son referente de la unión y concordia necesaria para este momento, el cual requiere entrega, generosidad y mucha humildad. Al contrario, parecen vivir en una realidad paralela, como si tuvieran una inmunidad especial hacia la enfermedad y mostrando una gran falta de empatía con el sufrimiento de muchas personas.
Este virus nos ha puesto de rodillas y ha demostrado que no entiende de clases sociales, ni de ideologías, ni de todas esas fronteras mentales que los seres humanos levantamos entre unos y otros, ya sea por diferencias religiosas, políticas, regionales o de cualquier otra índole. Pero también nos enfrenta a la inconsistencia de un sistema que se alimenta de la injusticia, la codicia y la frivolidad, y que no encuentra con facilidad respuestas eficaces para solucionar todos los problemas que están aflorando más allá de la enfermedad. A lo largo de la historia, no es la primera vez que una pandemia provoca la caída de un sistema de vida, ya ocurrió con la “peste antonina”, que empezó en el año 165 y afectó durante varios años a lo que era el mundo global de la época, el Imperio Romano, provocando una crisis económica, política y social que cuestionó la época de oro anterior.
Estamos viviendo un drama, del cual no tenemos todavía todos los actos escritos, y más allá de que esto acabe antes o después, será necesario mucho análisis y reflexión, no sólo para dar una solución a la enfermedad, sino también para construir otro sistema que nos permita vivir con más justicia, con más equidad y, sobre todo, con más humildad, porque si no somos conscientes del drama que estamos viviendo, es probable que volvamos a repetirlo. Tal como dice Boris Cyrulnik, “si no analizamos las causas que nos han llevado al desastre, lo repetiremos”.