¿Quién no recuerda un plato favorito, u odiado, de cuando era un tierno infante?
La transmisión olfativo-gustativa interneuronal y sus conexiones con los sentimientos, los recuerdos y las experiencias nos hace más animales que humanos, pues en los inaccesibles del cerebro se encuentran, grabados a fuego desde los inicios de nuestra andadura por el mundo, manifiestos llenos de vidas ajenas que nos predisponen ante un alimento u otro.
Nuestra memoria es visual, sin embargo contiene una inevitable característica reptiliana asociada a los olores, siendo los grandes responsables cuando hablamos de emociones.
¿Quién no ha asociado un perfume a alguien concreto con quien ha disfrutado o tuvo un enfrentamiento? Automáticamente asociamos el olor de ese individuo a cualquier otro prejuzgando mediante los registros de nuestra biblioteca olfativa.
El olor de los bebés hace que madres y padres sucumban a los pies del recién nacido. Ellos, se calman con el aroma de sus progenitores. Somos mucho más animales de lo que nos queremos creer.
Nuestra memoria es visual, sin embargo contiene una inevitable característica reptiliana asociada a los olores, siendo los grandes responsables cuando hablamos de emociones.
La inevitabilidad de lo cotidiano conlleva que nuestra vida transcurra entre multitud de olores subvencionados por el marketing agresivo de las marcas de turno. E incluso los productos de limpieza: “huele a hospital, a dentista…”.
Como sacramento indisoluble, gusto y olfato están íntimamente relacionados durante la actividad masticatoria, pues en la boca solo percibimos los consabidos dulce, salado, ácido, amargo y umami, el resto de datos se obtienen mediante el sistema olfativo. “Estoy acatarrado y la comida no me sabe a nada”, o quienes hayan pasado el Covid con la sintomatología propia de las ausencias sensitivas.
El chocolate caliente en pleno invierno, las torrijas o frixuelos de güelita o el olor de la hierba seca en el prao como llamada para la recogida de la yerba. La piruleta de corazón con sabor a cereza (la que hoy ya no sabe igual), hasta el calimocho del sábado por la tarde con los amigos en el bar de siempre.
Hace unos días pregunté a Lorena Iglesias sobre cuales eran, para ella, los mejores alimentos para un momento de cambio. La respuesta, sencilla y clara: aquellos que nos reconfortan dijo, que nos traen buenos recuerdos de infancia (o no tan lejanos). Caldos que templan el cuerpo y, cómo no, fruta. Por suerte, nuestro sistema digestivo mantiene cierta compostura milenaria y la entiende como un bien necesario para el correcto funcionamiento del organismo, incluido el cerebro, lugar naciente de la remembranza y el conjunto de emociones del que estamos formados e inherentemente conectados con nuestra actividad fisiológica más social: alimentarnos.
Un estómago bien alimentado serena el pensamiento y permite conversaciones amables, fluidas y sensatas.
Los grandes problemas familiares se solucionan sentados a la mesa, aliñando palabras con tantas viandas como sea posible. Un estómago bien alimentado serena el pensamiento y permite conversaciones amables, fluidas y sensatas.
En los hogares, cuna de la generosidad, agasajar al invitado pasa por determinar los grados de cercanía. Los vasos de nocilla quedan para diario y el servicio de café, de cristal marrón (o verde), se destina a los “de casa” en un intento de ser formal pero cercano. Los de barroquismo floral se reservan para visitas formales: el médico o el veterinario, los dos de igual importancia en el rural. Mantenían abuelas y madres en secreto una caja de campurrianas u otras galletas para estos eventos que, al momento de sacarlas, encontraban el envoltorio como resultado de la picaresca infantil que todo lo encuentra y de la que me declaro culpable. Los importantes visitaban el salón, mientras que los de casa disfrutaban de la intimidad que otorga la cocina de carbón, la misma que se manifestaba como un miembro más gracias a su calor que da compañía y donde la televisión, si la había, se apagaba en favor de la conversación.
Mantenían abuelas y madres en secreto una caja de campurrianas u otras galletas para estos eventos que, al momento de sacarlas, encontraban el envoltorio como resultado de la picaresca infantil que todo lo encuentra y de la que me declaro culpable.
“¿Comisti? ¡Come algo, ho! Póngote un cafetín. Venga, siéntate. Toma, lleves esta bolsa con huevos y mermeláes”. No hay opción a réplica.
Actualmente, los de casa ya saben dónde está todo y se ha convertido, como las cajas de grandes supermercados, en autoservicio. La potencialidad del ahora ha hecho evolucionar el agasajo hacia la cercanía del “sírvase usted mismo”, un sin decir “estás en tu casa”. Testigo absoluto del cambio de lo que supone hoy día una familia formada por diferentes sangres. Eso sí, recoger y fregar le toca igualmente al anfitrión.
La importancia de alimentar al enfermo no solo quedaba en casa, también tomaba relevancia quien visitaba al convaleciente, pues la costumbre de quien portaba un buen frasco de melocotones en almíbar, galletas o cestas con variedad de productos a depender del momento, contribuyen en gran medida a la pronta recuperación física y mental. El alimento perdía importancia en favor del detalle hacia el doliente.
De críos, acompañaban las fiebres propias de gripes y estirones los caldos, las sopas y los fervichos, una suerte de hierbas medicinales con exceso de azúcar que aún hoy se utilizan para paliar la sintomatología de estas afecciones y otras similares.
A las recién paridas se les visitaba con una Cestada en la que no podía faltar el kilo de azúcar, la tableta de chocolate La Cibeles, una docena de huevos y vino Sansón, aumentada en ocasiones con una gallina vieja y galletas que ayudaban a la recuperación de la reciente madre tras el parto.
Un gesto emocional con mayor connotación que la simple liberación física propia del cocinar para la familia.
Hace años me parecía innecesario, incluso aberrante, servir un ágape a quienes acudían a dar el pésame por la casa del fallecido. Hoy, lo comprendo como un modo de sobrellevar la pérdida. La comida siempre estuvo ahí, acompañando en todos los buenos y mejorando los malos momentos. Cuando falleció mi abuela, recuerdo a una familiar y vecina ofrecerle a mi madre su ayuda para preparar la comida de los siguientes días. Un gesto emocional con mayor connotación que la simple liberación física propia del cocinar para la familia.
No podemos olvidar otra costumbre hogareña relacionada con el cerdo o el ternero recién sacrificados: la probadura, excusa perfecta para afianzar aún más las relaciones sociales en sus diferentes grados.
El chigre no es excepción. Se convidan rondas de pintas, sidra o lo que se tercie desde la sobriedad que marca el carácter generoso del compartir.
Momento de festejo y esparcimiento son, y fueron, las fiestas del pueblo, donde las orquestas se amenizan con abundantes bollos preñaos, empanadas y sidra como abanderados del jolgorio.
Con la cercanía de la primavera algunos salivamos por los productos de esta estación. Los ánimos se aceleran, nuestro cerebro bulle con los colores (y olores) y ya se intuyen los miruéndanos cuya floración despega. Los ajos silvestres brotan en humedales y riveras, las caléndulas españen en naranjas y amarillos, suben las savias de avellanos regalando el dulce interior de sus cortezas jóvenes. Comienza el delirio de la abundante saciedad que ofrece la naturaleza a quien la considera su hogar.