No es la primera vez que hago referencia en alguno de mis textos a lo supersticioso y lo brujeril y es acertado pensar que seguiré en esta línea en futuros escritos. El porqué es sencillo: la imaginería de la tradición es parte indivisible, causante y vinculante en una sociedad tan arraigada a su entorno como es la nuestra. Si en otros lares prima un culto monoteísta con muchos, muchísimos seres místicos alrededor, aquí, a mayores, sucede un sincretismo con culturas precristianas, mantenidas, modificadas, revolucionadas hasta que cristalizaron a finales de la edad media desde donde arrastraron sus particularidades hasta nuestros días en modo de cantares, tradiciones festivas y algún que otro registro documental.
Mantenemos la impronta del “Jalogüin” metida en el bulbo raquídeo y aderezada con la mítica calabaza vaciada de sonrisa maléfica iluminada desde el interior con una vela. O su versión modernizada: plástico “del chino” y led. Aclarar en este punto que la tradición del vaciado de calabazas, u otros vegetales como los nabos, también se daba en Asturias (D.M. Rivas-2009). En mayor o menor medida pasamos por el aro y comprendimos, sobre manera mi generación, que es lo que nos tocó vivir y se disfrutó con alegría y como buenamente se pudo, peeeeero, somos conocedores que hay algo más cercano e interesante. Siguiendo la línea argumental, desarrollo a continuación una festividad integrada en nuestros genes y proyectada, esta vez, no por luz de vela si no por un abrumador número de generaciones anteriores: los muertos.
Las ánimas, los muertos, difuntos o cualquier otro espíritu que en su día encarnaron cualquiera de los individuos pertenecientes a una comunidad poseen una relevante importancia en el control, estabilidad y mantenimiento del orden y concierto en ella. Más aún en el caso de aquellos entes si proceden de lugares místicos, poderos y que nadie jamás vio.
En la cultura ancestro-tradicional y su remix post-católico encontramos que no abundan las ánimas buenas, hasta la ilustración popular del “espíritu” denota maldad, peligro y pone al cerebro en estado de alerta.
Paloma Navarrete, colaboradora de Iker Jiménez con “capacidad” para hablar con los espíritus, defendía la inexistente perversidad en estos seres. Por contra, en la cultura ancestro-tradicional y su remix post-católico encontramos que no abundan las ánimas buenas, hasta la ilustración popular del “espíritu” denota maldad, peligro y pone al cerebro en estado de alerta, mientras que, en frente, encontramos el “alma” que rápidamente imaginamos como un ser luminoso, radiante de dorados, casi naciente en rompimiento de gloria y que nos trae paz. Seguro que alguien asocia esta descripción con aquel capítulo de los Simpson protagonizado por las andanzas boscosas del Sr Burns.
Mirando atrás en el tiempo, sin necesidad de irse demasiado lejos, uno de los más efectivos métodos de control de las masas en una época en la que el bienestar comunal se vuelve ley, consiste en la aplicación y uso del miedo, algo que hoy, dentro de las teorías conspiranoides se extiende como la pólvora por RRSS en orgiástico sinsentido. Volviendo a lo que nos toca, seguramente ya conoces la figura de La Güestia, ese grupo de almas en pena vestidas con sudarios blancos y huesos llameantes a modo de antorcha cuya presencia anunciaba la muerte de alguien, en especial aquellos que la viesen sin haber recibido los santos óleos o si se cruzaban en su camino. Sólo un círculo blanco pintado en el suelo podría proteger al incauto de su temido toque.
Quien manipulaba a su favor estas marcas, a su muerte ingresaba en la poco selecta hermandad para pasar las noches recolocando ‘fiensos’.
Nadie quería cruzarse con los malotes a este lado del purgatorio y tampoco que lo incluyeran en su grupo de WhatsApp, por lo que resultaba de utilidad perpetuar la vigencia de estos mitos y evitar así merodeadores nocturnos. Se lleva de esta manera a la efectiva práctica el saber estar entre convenientes y como tal estaban directamente relacionados con los quehaceres del día a día y la ordinaria existencia comunal. Ejemplo de esto es la relación de las almas en pena con las lindes y separaciones de las fincas mediante el uso de fiensos, pues, si a día de hoy siguen siendo comunes los tortazos entre vecinos por que unos y otros los mueven en favor propio, en tiempos anteriores suponían un aumento o disminución de los recursos. Quien manipulaba a su favor estas marcas, a su muerte ingresaba en la poco selecta hermandad para pasar las noches recolocando fiensos. En ocasiones, algunas ánimas solitarias padecían este tormento viéndose en la necesidad de solicitar, a los vivos que se encontraban, favor de ubicar en lugar correcto las marcas linderas manipuladas y, al fin, descansar.
Aún con esta “maldad” asociada, lo habitual es que los maléficos fuesen las ánimas de otros pues a los antepasados de una familia se les considera protectores del propio clan, siendo esta una creencia más o menos universal. Los ritos asociados al día de difuntos no conforman una celebración en sí misma, pero sí un momento emotivo en el que recordar y honrar esos antepasados. Ahora bien, durante la noche de difuntos se vuelve tan estrecha la separación entre los vivos y los muertos que casi desaparece, produciéndose entonces una suerte de comunicaciones y avistamientos con fallecidos de todas las calañas. Momento en que la tradición lejana ordenaba disponer viandas y calderos u ollas llenas de agua, fuera de la casa, de los que los espíritus darían buena cuenta de ello; o el encendido de velas en las ventanas para facilitar el camino a casa y recibir sus reconfortantes visitas en la noche.
Llegaba entonces el momento de dar solución mediante la artillería pesada. Se buscaba alguna figura dentro del núcleo social, si no en el propio pueblo era en el de al lado, si no el cura alguna bruja (que eran como las campanas, en cada parroquia había una) o “espiritista”.
Como pasa en la vida, así debe ser en la muerte, pues los espíritus no se manifiestan sólo en asociaciones o grupos sociales con un ideario común, también los solitarios dedican su eternidad a atormentar a quien les entraba en gana e incluso mantenían breves conversaciones, hacían ruido en los desvanes o daban sustos mayores. Llegaba entonces el momento de dar solución mediante la artillería pesada. Se buscaba alguna figura dentro del núcleo social, si no en el propio pueblo era en el de al lado, si no el cura alguna bruja (que eran como las campanas, en cada parroquia había una) o “espiritista”. Ocurrió en Torazu un caso que sirve para ilustrar esto (A. Álvarez – 1996) donde se vieron en necesidad de llamar al Ferreru de Porciles para que acudiera a la casa de una mujer, con sus libros de conjuros, a liberarla de los espíritus que le gritaban desde la cocina de leña “no prendas que me quemes”. Según recoge el mismo autor, este hombre vivió antes de la Guerra Civil y no sólo se dedicaba a exorcizar, también arreglaba pleitos y auxilió unos cuantos evitando fusilamientos durante la Guerra Civil. Se intuyen aquí muchas cosas de su figura, su versatilidad, su poder y estima dentro del núcleo social.
O el caso de aquella mujer que enviudó y al poco tiempo un espíritu entró en su casa a destrozarla. Ella, convencida que era el de su difunto marido Xuacu, manifestando enfado porque la mujer no hubo guardado suficiente luto por él. Resultó ser un gato que había atascado la cabeza en una pequeña olla y durante su desesperación saltaba de esquina a esquina destrozándolo todo.
Existían manifestaciones, esta vez con independencia del calendario, en las que se presagiaba la muerte propia o ajena, bajo el nombre de Güercu, dispares e inesperadas comunicaciones del mundo de los espíritus cuyo mensaje pudiera transmitirse mediante sueños, visiones, sensaciones, voces e incluso conversaciones con el mismo difunto o alguna entidad avisadora, siendo caso llamativo la inclusión del mundo animal como ladridos de perros o una bandada de pájaros concreta conocida como La Hueste Paxarera cuyo cometido era volar de una manera un tanto tenebrosa, acompañando con fuertes sonidos, sobre la casa cuyo habitante habría de morir (J. Suárez López-2003).
Obviamente, la picaresca se deja ver en asuntos relacionados con lo inexplicable, siendo efectiva para la consecución de determinados fines, como así lo atestiguan las acciones de aquellos pícaros curas que imitaban a ‘La Güestia’ con cuatro amigos por Piloña.
Obviamente, la picaresca se deja ver en asuntos relacionados con lo inexplicable, siendo efectiva para la consecución de determinados fines, como así lo atestiguan las acciones de aquellos pícaros curas que imitaban a La Güestia con cuatro amigos por Piloña; aquel que hacía luces en Somiedo para recaudar misas u otro que, harto de aguantar las exigencias de una vecina, mandó al monaguillo asustarla a la puerta del cementerio dándole varazos como si fueran los difuntos quienes la castigaban por sus impertinentes exigencias hacia la Iglesia.
Hoy, la transmutación de las festividades populares se ve propulsada por un interés puramente económico al más puro estilo plan Marshall (puto plan Marshall) que va mortificando la propia cultura, arrastrada por la mano de la deriva norteamericana. Mientras, pequeños reductos en forma de personas con inquietudes y hasta el moño de tanta baratería con la profundidad de un charco, rebuscan en la historia del territorio para dar con piezas antiguas, quizá las más vibrantes, las recogen y transmiten. Auténticas bibliotecas humanas a las que escuchar, beber sus palabras y transmitirlas a perpetuidad a fin de mantener nuestra singularidad.
Hagamos un poder por mirar alrededor, aprender a interpretar y recuperar un saber que forma parte de nuestra herencia, la más valiosa y sustancialmente interesante de proteger, divulgar, mantener, promover y registrar para que los seres venideros aprendan, comprendan e integren en su ideario e imaginario popular todo el conjunto que supone la sabiduría del territorio, no vaya a ser que nos encontremos con un grupo de matones y no sepamos cómo protegernos.