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miércoles 11, septiembre 2024

Del saber hacer

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En alguna de las conversaciones con mi padre sobre las labores habituales durante su infancia y adolescencia toma relevante protagonismo el conocimiento popular, el saber hacer.

Uno de los muchos saberes que hablamos con cierta asiduidad, es el de la fabricación de útiles y herramientas en madera durante el pastoreo en montaña, donde la soledad de la vigía del ganado se amortiguaba con trabajos extras que suplirían necesidades futuras. Marca propia esta de tiempos en los que imperaba el pensamiento a largo plazo y, como no, la optimización de todos los recursos.
De estos tiempos, recuerda la fabricación de “collares” para las vacas con maderas de fresno que obtenía a la vera del río, pero siempre del margen derecho, pues allí crecían los más aptos que se dejaban doblar con facilidad sin quebrarse y mantenían la forma domada durante largo tiempo. Por el contrario, los del margen opuesto hacían maderas retorcidas, con nudos inadecuados cuya principal función era la de calentar cocinas, chimeneas o estufas.

El contacto continuado con estos materiales dieron a mi padre la capacidad de identificar maderas sólo con verlas. Procuro prestar atención plena cuando estando con él se dedica a nombrar palos y maderos en cualquier parte, pero mi cerebro parece no querer ocupar sus recursos en desarrollar esa capacidad. En este caso, me resulta más amable usar el olfato antes que la vista. Oler un tuco seco del leñero para tratar de adivinar su alma siempre me resulta muy agradable pero no siempre acierto con su nombre.
Bien es cierto que las hay con fuerte espíritu, como el laurel, otras se me escapan siendo imposibles de distinguir, el castaño o el roble por ejemplo. Olores distintos, texturas y durezas propias que no consigo retener.
Así como ocurre con otras muchas cosas cotidianas, donde el aprovechamiento de los recursos naturales que ofrece el entorno son sustento indispensable en la mayoría de las ocasiones.
Recuerda mi madre ir a recoger arena al fondo de una de las fincas, proveniente de una bolsa natural, cuya utilidad principal fue de abrasivo de limpieza con el que mantener al día los suelos y la chapa de la cocina de carbón, en este caso sustituyendo a la ceniza como elemento diario.

Finalizado el verano, el desbroce otoñal permitía la extracción de gran cantidad de materia vegetal con múltiples usos, desde estro para el ganado, hasta lumbre o fabricación de herramientas.
Se mantenía entonces árboles y arbustos con mimo. Los paganos (gente de pueblo) veían en cada ejemplar una función o uso específico: un callado, un mango para una fesoria, un gabitu.
Esa capacidad adquirida que ofrece la manipulación diaria de determinados materiales, proveniente de la transmisión de la experiencia ajena, perfeccionada por la propia. Habida cuenta, somos la suma de muchos recuerdos impresos en un código único y dispar que sirve de nexo entre generaciones, personas y grupos sociales.

La primera luna menguante del año parece influir en la savia por lo que es buen momento para la tala, dando maderas resistentes que no se quebrarán durante el secado. La luna y sus fases siguen siendo un factor a tener en cuenta en trabajos de cultivo, semilleros, recolección, etc. Así como las mejores horas del día para regar o la necesidad de apurar con una labor concreta en función de si llueve o no. Todo se tiene en cuenta.
Una mujer vecina no se regía por las lunas si no por los días de la semana para asegurar la cosecha: solo plantaba los viernes.

En cuanto a los nómadas, existieron artesanos de la cerámica que se trasladaban de pueblo en pueblo, prolongando su estancia en función de la demanda del producto y cuyo conocimiento se basaba en detectar las mejores fuentes de barro en las cercanías al núcleo rural.
Esta materia prima era cribada, trabajada y cocida para elaborar todos y cada uno de los útiles que los aldeanos necesitaban. Cuando su labor terminaba, registraba mentalmente la fuente de extracción y, petate en mano, se trasladaba al siguiente pueblo.

Podemos fijarnos también en los Vaqueiros, una sociedad sumamente interesante cuyo conocimiento relativo al entorno es especialmente amplio, pues su actividad se desarrollaba en diferentes parajes con características tan variadas como la rasa costera y la montaña con los pasos intermedios.
El mayor delito que podemos cometer es dejarnos llevar por lo brillante y novedoso dejando morir el conocimiento de nuestro territorio. Para ello, se vuelve necesario el desarrollo de proyectos, personales, grupales, públicos, privados o de cualquier otra índole, con la intención de reunir, registrar y transmitir los saberes populares. Vivimos la mejor época para llevarlos a cabo, donde disponemos de la tecnología necesaria que de manera muy económica, rápida y eficiente nos permite todo esto y mucho más.

Tenemos una deuda clara con nosotros mismos, con nuestros predecesores y, sobre manera, con los que han de venir. Nos preocupamos, como así debe ser, por el futuro climático, pero no terminamos de ver la necesidad de facilitar el conocimiento que dará la capacidad a nuestra especie de aprovechar los recursos al máximo con el mínimo impacto.
Aunque estamos muy desvinculados del origen de las cosas, el futuro es rural. Sólo tenemos que recuperarlo.

(*) Image by Sergio Cerrato – Italia from Pixabay

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