Hace unos meses alguien, a quien considero sabiduría pura, me preguntó acerca de mi postura respecto al uso gastronómico de insectos y su impacto en la alimentación humana del futuro.
Tras pensarlo durante unos instantes me di cuenta que, sin duda, no es la mejor opción para asegurar un acceso universal al alimento. La auténtica vía para solventar este problema es dar solución al desperdicio actual y la sobre explotación de los recursos. Es innecesario implementar los insectos en nuestra dieta, sin embargo, decidí esgrimir un extenso argumentario a favor del uso práctico de ese recurso como una posible fuente de nutrientes que, de forma complementaria, volvería a formar parte de la alimentación humana muchos milenios después.
Una frase suya bastó para mandar mi positivismo al carajo: “Creo que no se implementará, al menos en los próximos siglos. Hay que tener en cuenta un componente social importantísimo: la dignidad. Esta no se mantiene comiendo insectos”.
¡A tomar vientos! En mi pensamiento práctico no entraba ese factor psicológico.
Hay que tener en cuenta un componente social importantísimo: la dignidad. Esta no se mantiene comiendo insectos”
Esa tarde me quedé barruntando en derredor a “la dignidad”, llevándome a reflexionar mucho.
En cuanto a nuestra alimentación ¿dónde se encuentra el límite de la decencia?
Somos autores y actores de la mayor injusticia alimentaria de la historia: poco o nulo valor al productor, sobre explotación laboral, monocultivos y destrucción de suelo, desperdicio alimentario, infracalidad de producto, alteración del entorno natural, contaminación de suelos, plásticos en el pescado, maltrato animal… y todo esto produce verdaderos destrozos en nuestra propia salud como individuos y sociedad.
No somos conscientes pero hemos dejado nuestra dignidad muy atrás.
Yendo a algo concreto, pensemos en las superficies y grandes comercios dónde la especulación continúa haciendo de las suyas. Hoy, hemos trasladado el ideario romántico atribuido al producto barato y producido en masa de mediados del siglo XX, a uno con certificaciones (o no) de brilli-brilli averdosado. Esto sería maravilloso si atajase el problema, pero no. Persiste y resiste un modelo de negocio cuyo único objetivo es producir de más, en esta ocasión con una colorida pátina “bio”, a la par que se pasea por medio globo alardeando bondades inexistentes bajo la condición nobiliaria que todo alimento que se precie debe llevar hoy junto a su nombre: “saludable”.
Una manifestación de este hecho es el lavado de cara de determinadas marcas que han corregido sus estrategias de marketing, virando hacia lo verde, no solo en sus campañas sino también en su imagen corporativa. Concretando: las grandes empresas están prostituyendo la razón de ser de los sellos de calidad, a la par que dejan muy manido el verdadero significado de ecológico que, de tanto repetirlo y manipularlo, pierde carácter, seriedad y sentido para una sociedad de consumo muy poco crítica.
Se emiten anuncios de manzanas en las que priman paisajes espectaculares, flores de manzano con abejas, fruta en cajas de madera y, para conservarlas, utilizan cuevas naturales. Esto sería perfecto si no salieran de su zona geográfica ya que todo el esfuerzo expuesto (supuestamente veraz) carece de sentido una vez ha de transportarse, como poco, 1000 km.
Caminando por el entorno del Naranco hace unos días descubrí con pena la cantidad de manzanas que siguen aún en los árboles y que se pudrirán a sus pies, desperdiciadas, a menos de 15 km del centro de la ciudad. Esto evidencia que los malos no son siempre los de fuera.
¿Hemos olvidado cuidar lo que nos sustenta en favor de la estética social, de la vanguardia tecnológica y el mainstream?
Siguiendo con lo anterior, demos un paseo por la zona de productos ecológicos del supermercado de turno. ¿Podemos admitir que un alimento avalado con semejante sello se envase de forma convencional? ¿Es realmente ecológica una ultraproducción o monocultivo? ¿Dónde queda el pequeño comercio y el/la agricultor/a, ganadero/a, pescador/a?
¿Será cuestión de comodidad? O, por el contrario ¿hemos olvidado cuidar lo que nos sustenta en favor de la estética social, de la vanguardia tecnológica y el mainstream? Quitamos el hábito para vestirnos con sotana.
Hace 80 años mi güela, ya fallecida, iba a Oviedo con la leche del día, los huevos y los excedentes de hortalizas y frutas, visitando casa por casa hasta completar el reparto. Nos pensamos vanguardistas inventando servicios de delivery cuando ya lo hacían nuestras abuelas/os tirando de un burro. Este hecho me lleva a pensar que lo laboral poco ha mejorado en casi un siglo, a lo que se ha de sumar la calidad de los alimentos que consumimos, siendo esta reducida. La libertad y el poder del que gozaban las familias rurales en aquel tiempo, no era contemplado dentro del acervo social, ni entonces ni ahora. Pues habrá de comprender que eran ellos quienes producían y disponían el alimento, siempre, con escasa necesidad de terceros.
Nos pensamos vanguardistas inventando servicios de delivery cuando ya lo hacían nuestras abuelas/os tirando de un burro.
Aquellos cocinando en los hogares urbanos del momento eran, en un 80%, originarios de distancias inferiores a 50 km. Somos tan tristes que veneramos los ajenos y obviamos los propios, alimentando el cuerpo por los ojos en vez de con la razón.
Aprovechemos esto, no como una simple conclusión, sino un punto de partida en el que remangarse a buscar soluciones.
Modificar los hábitos adquiridos al realizar la compra parte del conocimiento de los alimentos, su origen, cualidades y características. Por suerte, existen grupos de consumo donde poder hacer la compra, quizá no toda la lista, pero si gran parte de lo que necesitamos. Volver a consumir en los mercados, donde también se va a aprender, es un modo de lucha indirecta y eficaz que dará perdurabilidad y progreso a quienes mejor conocen y manejan nuestras viandas.
Volver a consumir en los mercados, donde también se va a aprender, es un modo de lucha indirecta y eficaz.
Demandemos el uso de espacios públicos destinados a los productores locales y démosles el valor que tienen y se merecen. Deberá ser el Campo quien inicie un movimiento ilustrador para devolvernos la dignidad como especie. Mientras, los consumidores tenemos la obligación de ser agro-localistas y rural-centristas en nuestras decisiones de consumo, ofreciendo así una de las múltiples soluciones a nuestros problemas social-económicos.